De viaje a un sueño I: Diferente

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El parque se antojaba seco y un tanto inclemente. Contrastaban de extraña manera la brisa que alcanzaba al lugar desde la costa malagueña con el calor y el sofoco de aquella tarde de mayo. Andaban pocos transeúntes en los caminos. Quizá prefirieron quedarse reposados frente al aire acondicionado, en lugar de pasear por la acalorada calle o el parque.
Se escuchaban por doquier gritos arrebatados e indignados, palabras obscenas, murmullos en las esquinas y cachiporrazos, cada vez más fuertes. Pero solo un lloro, unas lágrimas incomprendidas, un rostro como un cuerpo aborrecidos y sentimientos clandestinos enterrados allá, en lo más hondo. Nadie movió un dedo. Ninguno dijo nada. Eligieron ignorar al objetivo de tantas humillaciones y agravios, aquel bajo sus puños; aquella persona aplastada por otras personas, aunque diferentes. Tal vez sin darse cuenta, todas sus faenas, sucediendo las anteriores felonías, hacen que todos ellos pierdan el derecho a ser llamados “personas”. Inmediatamente abandonaron el lugar, uno tras otro, la mayoría carcajeando y unos pocos espantados por lo que habían hecho.
Ricky, ¿qué mencionar del joven Ricky? Aún no rozaba sus 15 años. Un chico de tez bruna y padres necesitados que subsistían solamente con lo que eran capaces de rascar en sus empleos. Caminaba cabizbajo, más lánguido a cada paso; jamás hablaba con nadie, pocos escucharon alguna vez su voz. Pareciera que todo a su alrededor carece de importancia o nimio interés para él, como si diese todo por sentado. Tampoco brillaron jamás sus ojos, no hubo razón alguna para que algo así sucediese. En realidad, se odiaba con extraña antipatía. No se detestaba por cómo era, sino por desconocer quién era, lo que ambicionaba o aquello que anhelaba, si es que algo había.
Ahí estaba él, saliendo el último, doliente y magullado; apenas respirando mientras caminaba reclinado en las paredes repelladas; con la ropa desgarrada, hecha trizas, y nada más que un zapato viejo en el pie derecho. Sus costillas rotas, su cara irreconocible, más chichones y moretones que faz misma. Paso a paso, mueca a mueca, pensamiento a pensamiento, avanzaba hacia la salida; con la única esperanza de no ceder ante el desmayo en el camino a casa. Dormitaba sosegado en las bancas del parque. Y aunque a cada metro recorrido se olvidaba gotas de sangre a sus espaldas; a pesar de que manchaban el pavimento y emitían un sonido leve de auxilio; nadie se detuvo a ayudarlo, ninguno se inmutó.
En aquellas breves reflexiones que tocaban entonces las puertas de su mente, abrió el pórtico a la verdad sobre la que creía tenderse. —El mundo está podrido, no, más bien, es la gente quien está podrida. ¿Acaso nada se tornará nunca diferente? — Esas ideas se apoderaron de él en el momento. ¿Estaría mariposeando afirmaciones sin sentido en su cabeza castigada y su ideario maltratado? —No es justo— repetía a modo de susurro durante todo el camino. Se encontraba a unos pocos bloques del hogar cuando no pudo contener por más tiempo todo aquello que pesaba en su alma, que dolía en su cuerpo, que confundía sus sentidos. Ya no aguantó más y se rompió en llanto. Un adolescente lastimado, con los ojos hinchados de tanto llorar en silencio, con la cabeza desbordada de lamentos, exánime, a punto de entrar en casa. Su único lugar seguro, su refugio, su fortaleza.
Sus padres trabajaban hoy, le habría encantado que estuviesen ahí, aunque en realidad sentía miedo de que lo viesen en tales condiciones. Tan pronto apostó un pie dentro, sus rodillas se doblegaron y lo dejaron caer como tantas veces sucedió en la carretera, como tantas veces había sucedido a lo largo de su corta vida. Respiró hondo y quedó inmóvil, mirando fijamente el suelo polvoriento; pensando en nada, al tanteo, unos minutos. Entonces volvió a la vida, ganó ímpetu para levantarse y llegar a su pieza toda desacomodada, recostarse al butaquín, o a la cama; dejar al mundo continuar su curso. Sus fuerzas no bastaban para pensar, tampoco quería hacerlo. Por lo contrario, deseaba cerrar sus ojos, dormir y jamás despertar; existir eternamente en el mundo de sus sueños, dónde todo va como le gustaría, dónde no lo apalearían más. Ese lugar en el que no le horrorizaría despertar en la mañana y no deberá agradecer hoy que no suceden cosas que no tienen por qué ocurrir nunca.
Sus padres apenas regresaban del trabajo. La puesta de Sol regalaba al jardín un aspecto macilento. Fidel García López, el padre de Ricky, era conserje en un hospital. Marta Ruiz Fernández, su madre, laboraba en un pequeño restaurante, no precisamente cercano. Llegaban muy exhaustos todos los días, casi no quedaba tiempo para hacer nada. Consumidos por las horas extras; los problemas económicos y su propia familia, único apoyo que les quedaba y cuanto motivo había para seguir adelante. No era para menos que estuviesen hartos de la situación. Tampoco es nada sencillo, no todos transitan con suerte equivalente o con un juicio igualitario que se cierne sobre uno. Deben permanecer fuertes y echarse nadie sabe cuántas cosas al hombro, sin rechistar siquiera; por su muchacho, por ellos, por el hogar que han construido, ladrillo a ladrillo, durante todos estos años.
— ¡¡¡Ricky!!!—gritó la madre sorprendida en el instante en que vio a su hijo en un escenario tan desalentador. Sin mediar palabra, Fidel lo tomó en brazos y pusieron rumbo al hospital. Corrieron durante diez minutos a la parada de buses más contigua. Cuando comenzó a llover conjeturaron que se trataba de un castigo divino, que su familia estaba maldita incluso. No tuvieron más remedio que sentarse a esperar en mitad de la noche, mientras llovía a torrenciales y resonaba en la distancia el chirrido constante de algunas cigarras. En un cubil tan deprimente como lo era aquel, alumbrados solamente por una bombilla tintineante. A su hijo se le escapa la vida a cada respiración, más entrecortada a más inspiraba el chiquillo. Ellos lo miraban, inconsciente, y a cada vistazo que echaban sobre su ya crecido retoño se les escapaba una lágrima. Marta enterró su rostro en la clavícula nerviosa de Fidel, y chilló, con un grito más bien anudado en su garganta, pareciera que en realidad no desease salir de su boca, mas era inevitable. En ese momento surgió entre ambos un abrazo profundo con pretensiones sutiles de tranquilizar las circunstancias y necesitaban conservar la esperanza en que algo más grande que ellos, más profundo que el océano, más inmenso que el mundo, tuviese su vista echada sobre aquella familia, la parada y la bombilla que los alumbraba.

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