No hay nada que desespere y estremezca más la mente de una persona que ese instante en que pierde el control o cuando se siente atada de tobillos y muñecas. El minuto en que nada depende de nosotros mismos y no hallamos solución alguna, cuando ni siquiera nos sirve tratar con el mismísimo diablo, ¿con qué, quién podría?, tan inmorales, tan bajos como solemos ser. Nada de eso importa, más aún si estamos a punto de perder algo tan importante. Siempre preferimos pasarle el timón al todopoderoso que sentarnos a esperar casualidades, porque las casualidades nadie las controla.
Estaban ahí, solos en aquella esquina. La carretera humedecida reflejaba el albor de nuestra blanca doncella de la noche, cuyo reflejo desarreglaban las gotas de agua brincando en la superficie. Sollozaban impacientes mientras el tiempo se escurría entre sus dedos. Entonces, al otro extremo de la carretera, se distinguió un centelleo fijo y constante. Con el transcurrir del tiempo se fue convirtiendo, poco a poco, en las luces delanteras de un camión.
De un salto se atravesó en la autopista aquella madre desesperada. Escuchaba claramente como el conductor protestaba y no desistía de tocar el claxon. Pero permanecía inerte, inmóvil como el mejor luchador de sumo. Mientras más se acercaba el camión y más fuerte resonaba la bocina, más imperturbable se mostraba aquella señora.
El padre de Ricky, con su hijo en brazos e intentando moverse lo menos posible, increpaba reciamente desde el asiento el nombre de Marta. Veía aquellas luces acercándose velozmente en dirección a su esposa, acompañadas siempre por el ruido fortísimo del acústico aparato.
Pero la mujer no atendía a advertencias ni griteríos. Abrió sus brazos, como hacía aquella protagonista en la película "Titanic". Sus senos tostados se descubrían claramente a través de la blusa blanca empapada, iluminados por la luz del vehículo. Parte de su cabello mojado se atravesaba en su rostro y lanzaba una mirada seria y aguda que transmitía un simple mensaje: "de aquí no me muevo".
El conductor, que se quedó sin opciones, echó el freno. Finalmente se detuvo a un par de metros de aquella bizarra y desesperada mulata. El hombre fue incapaz de negarse viendo las condiciones del muchacho. Así llegaron al hospital, después de recorrer veinte angustiosos minutos en el vehículo, en los que la duda no se despegó de ellos ni un centímetro; arrastrando consigo, incluso, al estupefacto chofer.
Atravesaron exaltados la puerta principal, suplicando a gritos ayuda. Enseguida el personal médico les prestó auxilio. Recostaron a su hijo en una camilla y les pidieron por favor guardar la calma. Ahora no se resguardaban de la lluvia en un pequeño puesto de tres paredes, pero sí lloraban. Suspiraban del alivio por llegar al policlínico. Derramaban lágrimas de preocupación y ahogo, de culpa; por no haber estado ahí antes; por no haberse percatado; por llevar la vida que llevan, aunque día tras día sufran en silencio; por no ser capaces de dar a su "Ricky" las posibilidades que les hubiese gustado que él tuviese.
Para Fidel el hospital resultaba tradicional, típico. Pasaba aquí la mayor parte de su tiempo; después de todo, no era la primera vez que trasnochaba en este lugar. Por otro lado, a Marta se la notaba intranquila. No le gustaba el sitio, no era de su agrado el resonar de los pasos en los pasillos; tampoco las voces distorsionadas que recorrían las paredes; pero lo peor era el olor, jamás se acostumbró a tufo semejante.
Más tarde, en la madrugada, el doctor se acercó a ellos para ponerlos al tanto de las circunstancias. Les informó que su hijo permanecía inconsciente, pero estable. Que posiblemente mañana pudiesen hablar con él. Alegría, no, más bien consuelo significaron las palabras del señor Clayton, como su etiqueta ponía bien claro.
El Sol volvió a lucirse, se lo podía ver alzarse detrás de la montaña, desde una ventana del hospital, bañando cuanto había con su cálido dorado. Apenas pegaron ojo, no se permitieron descansar hasta hablar con Ricky. Un par de horas pasaron cuando, delicadamente, como quien va a hurtadillas, giraron el pomo de la puerta, bien pegaditos, curiosos por lo que encontrarían a interiores. Al otro lado de la cortina, la enfermera culminaba el cambio de los vendajes sucios por otros nuevos. Les dio la bienvenida y, posteriormente, los dejó a solas.
—Hijo— se acercó el padre agarrando su mano.
—Hola, papá; hola, mamá —habló muy ronco, haciendo pequeñas pausas entre palabras para contorsionarse adolorido.
—Ay, la que nos hiciste pasar— expuso ella, llevando su mano al pecho.
—Perdona, linda —se acomodó un poco en la cama, sin quererse mover en ningún momento, un gesto realizado instintivamente, sin pararse a pensar en lo mucho que molesta.
—Pero ¿cómo acabaste así? —pregunta el padre, serio y preocupado.
—No es obvio, me dieron una paliza— dijo muy avergonzado, nadie ama mostrarse así de débil frente a un padre.
—Lo que queremos decir es: ¿por qué te llevaste tan inmensa zurra? — preguntó esta vez Marta.
—Como si no lo supieran ya —resopló— a estas alturas deberían dejar de preocuparse.
—La verdad es que no sabemos nada— insiste Jorge confundido.
—Muy bien, si tanto desean que lo diga, entonces lo diré— su enojo se percibe fácilmente, empieza en voz muy baja y rota—. Es por como soy. Todo "yo" soy un problema, al menos para ellos. Soy su objetivo porque no me gusta lo que a ellos les atrae. Por la forma en que camino. Por la manera en que hablo —tose fuertemente, estremeciéndose su abdomen—. Porque soy negro, pobre y delgado. Porque no tengo ningún talento o habilidad especial más que soñar con algo diferente. Porque no tengo amigos y no creo formar nunca parte de algo. Porque soy...—se detuvo en seco e hizo una especie de pucheros, frunció el ceño y dirigió su mirada a la ventana.
Ya lagrimeando, sus padres no paraban de disculparse, recostados en sus piernas, sintiéndose inútiles e innecesarios. También su pecho se apretaba al mirar a su hijo, que más parecía una momia. Prometieron, con toda la seguridad y la decisión que conlleva hacer una promesa, pero de las reales, a las que se le otorga una importancia de inmensidad y una convicción como las que posee el héroe en los comics, que las cosas mejorarían, que harían cuanto fuera posible y hasta lo imposible, aunque nadie se los demandara.
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Astronautas
RandomHemos cometido errores; algunos leves; algunos graves... gravísimos. Seguramente continuaremos cometiéndolos, es normal, porque somos humanos. El mundo no siempre es como desearíamos. No siempre tiene la fortaleza para sostener la sonrisa de todos h...