Ricky despertó muy temprano. Apenas se asomaba el sol a la ventana. Era una mañana callada, aún no había mucho tráfico ni personas caminando a sus trabajos o yendo a cualquier otra parte. Giró con extrema suavidad el pomo de la puerta, esta se abrió en un chirrido que apenas notaría en otra situación, mas, bajo estas circunstancias, le pareció eterno y capaz de despertar incluso a un dragón anciano que llevase miles de años sumido en su letargo. Salió y caminó a hurtadillas por el pasillo. Una breve brisa movía hacia adelante y hacia atrás las ventanas que hay encima del fregadero, abiertas de par en par. El salón lucía vacío, obviando, por supuesto, las decenas de latas, botellas y empaques desparramados por todo el suelo de la sala. Estaba a punto de abrir la puerta y marcharse, cuando, repentinamente, sintió un extraño resuello. Marta estaba dormida justo detrás del sofá, envuelta con una sabanilla blanca y, a su lado, aquel hombre que le había pegado una bofetada la noche pasada. Quiso sentir angustia, enojo o al menos lástima, sin embargo, fue incapaz de ello. Ahí ya no veía nada ni sentía lo más mínimo ese espectáculo incoherente y desafortunado que se había acostumbrado a vivir día tras día desde hace más o menos tres semanas. Suspiró un poco, negó involuntariamente con la cabeza, agachó la frente y salió de ahí.
La playa estaba llena de personas. Se detuvo antes de pisar la arena y observó cuidadosamente cada pedazo de costa en busca de Jonas. Dos mujeres se bronceaban las espaldas ya bastante rojas, sus pechos desnudos se apretaban cómodamente contra la manta que habían estirado en el suelo. Otro grupo de unas catorce personas había preparado un parasol amplísimo, en su sombra hicieron un círculo alrededor de una grabadora y conversaban y disfrutaban al ritmo del más clásico country. Había varios bañistas en el fondo. Vio niños correteando por la arena. Voleibolistas dando lo mejor de sí en el campo y los típicos bebedores del bar de la playa, “Brisa alegre”. Tanto movimiento le resultaba acogedor e hizo que olvidara por unos instantes todo cuanto abrumaba sus aflictivas demasías y pensamientos. Esperó cerca de una hora y media, pero Jonas no apareció. “Estará ocupado”, pensó Ricky, “igual tengo algunas cosas que hacer primero”.
Serían las dos de la tarde, estaba en frente de la antigua prisión provincial de Málaga. Las paredes de ese lugar siempre le provocaban un escalofrío horrible.
—Perdone —pidió atención temeroso, sus rodillas temblaban y no sabía bien qué decir.
—Diga —mandó el recepcionista.
—Me gustaría saber sobre Fidel García López, está internado aquí hace poco más de un mes.
—Hijo, ¿dónde está tu madre? —preguntó aquel hombre alto y corpulento ajustándose los lentes.
—No puede venir, trabaja hasta muy tarde —mintió rápidamente, dijo lo primero que se lo ocurrió.
—Mira, no es correcto que hablemos sobre esto con menores de edad, pero te haré un pequeño favor, ya que pareces no saberlo y por suerte yo lo recuerdo perfectamente, ya sabes, extraoficialmente —habló en voz baja, sus palabras generaban gran intriga en el jovenzuelo sin rumbo.
—Dígame, por favor, ¿qué pasa? —dijo Ricky, pidiendo a gritos con sus ojos una respuesta.
—Ese hombre ya no está acá en la prisión.
— ¿Cómo puede ser eso? —inquirió impulsivo el adolescente.
—Shshsh, sin sobresaltos, muchacho, por favor, que ya estás grande —ordenó el recepcionista, dándole un pequeño regaño—. Hace dos semanas y media, poco más, hubo una revuelta. Fue muy difícil para los oficiales lidiar con todo ese embrollo, más de un carcelero salió lastimado de allí, y por supuesto más de un preso también. Tres de los reclusos se encuentran ahora en aislamiento y estarán allí un largo tiempo por haber lanzado a un hombre desde los balcones, también su pena será ampliada, seguramente. Ese hombre es a quien estás buscando, ¿verdad?, Fidel García.
—No, por favor, no me diga eso —sus ojos se abrieron férvidos, apretó fuerte la mandíbula y los labios y todo su cuerpo se horrorizó en un instante.
—Es tu papá, ¿no es así? Ya me lo olía, perdón, muchacho. Lo trasladaron al hospital Vithas, puedes ir a verlo, aunque está bastante lejos.
—Iré, no importa cuánto demore, iré, tengo que verlo, es mi papá, ¿entiende? —Exclama, aunque aún en voz baja, decidido a emprender su viaje— Saldré ya mismo.
—Espera, chico, espérate un momento —dijo agarrándolo por el hombro—, yo vivo a unos pocos kilómetros de allí, acabo a las cuatro; puedo llevarte, así que siéntate y espera.
—Gracias, no sabe cuánto se lo agradezco —Ricky quería llorar, deseaba gritar con todas sus fuerzas ahí mismo…, no lo iba a hacer, claro que no.
—Vamos, sal de aquí, tengo trabajo. Fuera hay unas bancas, espérame ahí sentado —dijo aquel buen señor, reincorporándose a la recepción.
Ricky se marchó de allí y, justo como le pidió el recepcionista, se sentó por dos horas en uno de los siete bancos metálicos que había en la acera de enfrente, cada uno al lado de un bello árbol de acacia de Japón, procedente del este asiático, no es para menos haberlo traído desde tan lejos. La singular y bella planta regalaba una sombra relajante de la cual aquel muchacho estaba grandemente necesitado. Tantas cosas imaginó él, tantas ideas que solo se quedaban por uno o dos minutos para luego seguir su camino hacia la misma imposibilidad angustiosa en la que se encontraba sumido.
Las horas pasaron volando, el hombre abrió por fin las puertas de la entrada y bajó los escalones que había justo delante. Se detuvo un momento, miró a su alrededor en busca del muchacho y, tan pronto lo vio, lo llamó con la mano. Ricky se puso en pie, sacudió su trasero instintivamente y echó a andar. El buen señor iba delante, dobló a su izquierda antes de terminar la cuadra, bajando a una especie de aparcamiento por debajo del nivel de carretera. Ahí estaba su auto aparcado, abrió una puerta para Ricky, accedió a que entrara con un gesto corporal permisivo y amable, luego se subió él y, sin más, se pusieron en marcha.
—Me llamo Sergio, por cierto, ¿cuál es tu nombre? —averigua el hombre, quizá por curiosidad, quizá porque su trabajo a eso lo tiene acostumbrado.
—Soy Rick, muchas gracias otra vez, señor Sergio —responde Ricky, mostrando sin reparos su agradecimiento.
—Ponte cómodo, pasarás un buen rato en este auto —comentó por último.
Pasó cerca de una hora en el automóvil del recepcionista. Antes de bajar, el hombre pidió que esperara, se metió la mano en el bolsillo y le dijo:
—Ten, es para ti —en su mano había un billete de 20 euros—, come algo cuando salgas y asegúrate de tomar el último autobús hacia la playa, sale a las siete. Si cruzas esa calle y doblas a la derecha verás la parada. Cuídate, Rick —se despidió ese cálido personaje que probablemente no vería nuevamente en el resto de su vida.
—Cuídese usted también, vaya con cuidado —vociferaba dando brincos, pues Sergio ya se había puesto en marcha.
De nuevo el hospital, Ricky detestaba con todas sus fuerzas ese sitio. Lo había heredado de Marta. Los pasos de la gente tienen un sonido profundo que se adhiere con fuerza a sus tímpanos. El ambiente deprimente tampoco ayudó nunca: gente llorando, gente con miedo por todas partes. El olor a medicina, ¡qué asco! Más recepcionistas, más salas de espera, ya estaba harto.
— Hola, ¿puedo preguntar algo? —levantó la mano derecha, pasándola por encima de la barra de la recepción.
—Lo sentimos, pero el horario de visitas ya terminó —indicó una de las enfermeras de guardia, muy joven, aparentemente nueva en el hospital.
—Por favor, necesito ver a mi padre, él trabajó aquí por doce años, además se está haciendo tarde y…
—Lo siento, pero ya te dije, el horario de visitas ya terminó —explicó nuevamente la joven y bella enfermera— por favor, vuelve otro día.
—Oye, chica —saltó una doctora de unos cincuenta años que caminaba apresurada hacia el delantero de la recepción. Su identificativo tenía escrito el nombre de Zara Aguilar—, ¿no ves que es el hijo de Fidelito? Déjeme esto a mí, concéntrese en el resto del trabajo.
Se acercó al muchacho, acarició una de sus mejillas, lo abrazó fuerte y comenzó a llorar.
—Mi niño, ay, mi niño, nené —seguía ella entre sollozos.
— ¿Qué siente? Por favor, dígame qué siente —el tono desgarrado, la mirada desolada y las lágrimas que se escurrían por las mejillas de la señora asustaron de la peor forma al muchacho.
—Sígueme, ven, por aquí —lo tomó por un brazo y tiró de él, guiándolo a través de aquel amasijo de pasillos— aunque preferiría no tener que hacer esto, estás en tu derecho. ¿Qué hay de Marta?, la última vez que vino fue hace casi tres semanas.
—No quiero hablar de eso, solo lléveme con mi papá, por favor —el muchacho tenía un deseo enorme, un objetivo que era demasiado importante para él y debía cumplirlo costase lo que costase.
Abrieron la puerta de la habitación doscientos seis. Las sábanas blancas de la cama estaban perfectamente tendidas, como si nadie se hubiese acostado ahí en mucho tiempo. El cuarto tenía unas dimensiones bastante reducidas, había una ventana pequeña y una mesita de noche justo debajo. Fidel estaba sentado en una silla de ruedas en frente de la ventana. Zara se adelantó y Ricky aflojó el paso, ella agarró la silla, miró atrás, lanzó una mirada que proyectaba la más profunda pena que ser humano pudiese sentir, suspiró una vez más y giró la silla.
Ricky clamó tan fuerte como pudo la palabra “papá”. No hubo nudos en la garganta, ni impactos que desconciertan tanto que suelen dejar a las personas inmóviles, ni pudo tampoco aguantar por más tiempo las ganas de gritar. Calló de rodillas frente a Fidel, abrazando sus muslos y haciendo entendible perreta sobre su regazo. La doctora acompañó su llanto con el propio de ella.
Fidel sobrevivió al desplome, pero el resultado no fue el mejor. Había perdido la habilidad de caminar permanentemente, también la de pensar; sin embargo, eso no había asustado a Ricky, la caída le provocó una lesión cerebral traumática severa a su padre, un traumatismo craneoencefálico grave. Había perdido la arte del habla, el sistema nervioso ejercía penosamente su función, sus pupilas locas y enormes, los labios torcidos y los continuos tics de sus miembros que nunca se detenían. La doctora Zara vio a Fidel babear, así que limpió su boca con un paño que traía en el bolsillo y esperó pacientemente a que Ricky se despidiera de su papá.
Durante un momento, mientras permanecía enfrascado en las olas y dejaba a su mente navegar ancho y tendido sobre el mar, olvidó la tristeza, las sorpresas, las desilusiones y las culpas. Lo dejó ir todo, como una ola que se rompiese al chocar contra el arrecife. Aunque sí era inicuo, era injusto que su barco no tuviese rumbo, era odioso haber perdido de esta forma a toda su tripulación y haberse quedado totalmente solo, más de lo que antes estuvo. Ni siquiera Jonas lo acompañó, él no vino a su lado de la playa, precisamente hoy que Ricky lo necesitaba con tanta urgencia.
Marta continuó bebiendo; siguió tomando drogas; desconectándose del mundo; llevando hombres a su cama, y a su sofá, y a su cocina, y al piso de la sala. Continuó odiando a su hijo, con tal aborrecimiento que no cabía en su pecho y, supongo yo, que intentaba bajarlo dejando completamente vacías todas esas botellas. “Jonas, ¿por qué me abandonaste de esta forma? Han pasado varios días, ¿te marchaste a otro lugar? ¿Por qué papá tuvo que cometer un crimen? ¿Fue por mí? Entonces sí es mi culpa. Mamá hace bien en odiarme. Yo no debería estar aquí… ¿a este mundo qué le queda?…”
¡Qué agradable el viento acariciando su rostro! ¡Qué hermoso el cielo que pareciera dibujado para él en lo alto! Es triste que lo lindo solo pueda encontrarse ahí arriba, porque allá abajo solo quedan miseria y dolor. Estiró sus brazos horizontalmente, para que el viento agitara también su camisa vieja, nunca usaría la nueva, ¡jamás!, podría ensuciarse. Se colocó una sonrisa amplísima en el rostro, en realidad feliz, como nunca antes había sonreído. Cerró los ojos y dejó un obsequio para todos… un finísimo par de zapatos apenas usado que embellecería, hasta que el viento lo tirase al suelo, el borde rectangular de aquella altísima azotea. Ricky se fue, sí, se marchó hace tiempo, y nosotros solo podemos decir que por fin decidió emprender “el viaje de sus sueños”, nada más, porque así sucedió.
Llevaba un paquete bastante grande en las manos. Caminaba, dejando todo un distrito de tumbas a su paso. Por fin alcanzó su destino, se acomodó de rodillas, juntó las manos y dijo:
—Perdón por el retraso, Rick, varios años tarde, lo sé. En Estados Unidos no tuve mucho tiempo libre, pero al menos pude terminarlo, así que aquí te lo traje —abrió el paquete; dentro estaba el cuadro que había comenzado a pintar mucho tiempo atrás envuelto en un nailon (para protegerlo de la lluvia), decidió ponerle por nombre “La negra estrella”—. ¿Sabes por qué le puse este nombre?, porque detrás de todo ese conflicto que fue tu mente yo vi que algo brillaba y vi la clase de persona que eras. Es curioso, pero yo fui de los pocos que recibió tu sonrisa y sé bien que, aunque estabas apagado, sí eras una estrella, amigo mío.
—Tú eres… —guardó silencio, intentando recordar a quien estaba viendo.
—Soy Jonas, Marta, veo que eres diferente, aunque tarde —pronunció con un aire nostálgico que acompañaba cada sonido.
— ¿Qué haces aquí? —inquiere, como si tuviese derecho.
—Vine a visitar la tumba de un gran chico que conocí hace tiempo y también a traerle un obsequio que le había prometido antes de marcharme —respondió sin ninguna necesidad, solo por el gusto de hacerlo.
—Me marcho, tu rostro me hace recordar cosas que prefiero no tener en la mente —dijo, un poco perturbada, negando con la cabeza y también con la mano.
—Jonas tenía una última cosa que decirle, no era necesario, no; pero su propio espíritu se lo pedía y le abrasaba la calma desde adentro a cada segundo— ¡Será mejor que usted lo odie por siempre! —se acercó nuevamente a ella—. Lo siento, Marta, sé que ha cambiado. Pero yo nunca podré perdonarle lo que hizo, como tampoco podré perdonar mi estupidez. Quédese odiándolo, así será más fácil para usted y para mí. Yo sabía bien lo que usted le estaba haciendo pasar a Ricky y no dije nada a nadie, no le ayudé como debí haberlo hecho, solo fui un cómplice que él tuvo mientras su mundo se venía abajo por culpa suya. Si él decidió hacer un viaje tan grande, entonces usted le dio el motivo más importante para marcharse y yo… yo solo fui el gilipollas que le dio un pasaporte…
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Astronautas
DiversosHemos cometido errores; algunos leves; algunos graves... gravísimos. Seguramente continuaremos cometiéndolos, es normal, porque somos humanos. El mundo no siempre es como desearíamos. No siempre tiene la fortaleza para sostener la sonrisa de todos h...