De viaje a un sueño VI: Lo que importa más

2 0 0
                                    

Pasó el tiempo, algunas semanas. Ricky había regresado a la escuela. Antes lo miraban como a un bicho raro, pero luego de aquello empeoró. Caminaba abatido, más extenuado a cada paso. De ningún modo hablaba con nadie. La gente había olvidado ya su voz. Cuchicheos en cada pasillo, voces distantes que lo llamaban delincuente, ladrón o hasta loco. Seguramente él preferiría la locura, seguramente ella sería mejor opción, más cálida y acogedora que esta cordura insana y triste. Así es, él no está loco, para más desgracia.
Su hogar, antaño refugio impenetrable en el cual cobijarse de lo feo, de lo malo, de lo injusto, ya no era el de antes. Llegaba en la noche, solo, llamaba a la puerta cada vez; nadie responde ya. Espera con tranquilidad, pero nadie atiende nunca la maldita puerta. Así que deja de esperar, mete las manos en los bolsillos y saca las llaves, las introduce con suma desilusión y desgano en el cerrojo; solo así la puerta se abre para él en las noches, únicamente de ese modo.
Marta dejó de ser la Marta que él conocía. Desaparece gradualmente su dulzura; su sonrisa se pierde en infinidades mustias que daría pena observar; su mirada tampoco es la de antes. Si volviese a lanzarse en frente de un auto para salvar la vida de su hijo…. olvídalo, ya no lo haría, Ricky lo sabe bien. Dejó de cocinar, de bailar, de visitar a Fidel. ¿Qué cambió? ¿Por qué tan rápido? No lo sabe, dejó de preguntárselo hace tiempo. Entraban y salían extraños a cada rato, en la madrugada, en la tarde, en la noche, en cualquier momento. Ella también ha adelgazado mucho. Sus ojeras se hacen cada día más evidentes. Parece como desquiciada, toda desgreñada, la mirada alocada y esos temblores extraños y sin sentido, aún no hace tanto frío. Si incluso ahora su refugio es también un infierno, entonces ya Ricky no tiene adónde ir, no quedan más opciones.
—Me recuerdas a cuando te vi por primera vez —dijo Jonas. El aire zarandea su camisa con brusquedad y agita un poco el mar.
—Ah, ¿sí? —responde simplemente Ricky.
—Sí, así como estás, pensativo, callado, sentado en la arena. Estoy justo a tu lado, pero, Rick, te ves cómo alguien que está completamente solo.
—Jonas… discúlpame —ruega Ricky, con una mirada de impotencia y de dolor. Recordaba a un ciervo que acaba de ser alcanzado por una flecha, esa misma cara.
—Ey, ven aquí. Tranquilízate, acá estoy. Llevamos mucho tiempo juntos, sé lo difícil que es todo. Así que no te preocupes ni llores, aunque valga la pena, yo no quiero verte así —dice metiéndolo entre sus brazos con algo de tosquedad.
—Entonces gracias, en verdad… gracias.
Marta caminaba cerca de la costa esa noche, acompañada por alguien. No creo que Ricky supiese quien es, ni tampoco ella.
— ¿Sabes?, ayer comencé un cuadro nuevo, estoy seguro de que va a quedar mejor que cualquier otro que haya pintado —comenta entusiasmado Jonas. 
— ¿Qué pintas?
—A ti.
— ¿Cómo que a mí?  
—Sí, también esta noche, y creo que la playa; sí, eso lo añadiré también.
—Eso —dijo Ricky, entrecortado por una risilla breve, aunque consoladora— está muy bien.
Ricky salió del pecho de Jonas, se separó un poco y estableció contacto visual, intentando decir algo sin decirlo. Ya sabemos que las miradas no hablan, no pueden, no lo harán. Las miradas despiertan sentimientos, y solo pueden ser transmitidos a alguien que sienta algo parecido o que, como mínimo, comprenda aquello que hay en la diminuta inmensidad de los ojos de una persona. Jonas sí lo entendía. Ellos se miraban y Marta los miraba a ellos. Todo resulta tan obvio, se necesitaban el uno al otro, pedían ese consuelo, sus almas demandaban ese beso que se escapó de entre sus miradas, solo podría ser de esa forma, ambos lo sabían hace mucho.
Al otro lado estaba parada Marta, que no entendía, que no sabía, que no quería; que simplemente salió corriendo, tan rápido como se lo permitían sus piernas enormemente adelgazadas y sus fuerzas inmensamente desgastadas. El amor hace a la gente fuerte, pero quizá también el enojo, la ira. Había una ventolera, su cabellera se elevaba mientras se apresuraba. Corrió toda la playa. Cuando Ricky se dio cuenta ya tuvo encima una de las tantas patadas que recibió esa noche.
— ¿¡Qué crees que haces!? Sinvergüenza —no paraba de patearle—, malnacido, hijo de puta.  
Jonas cometió el error de acercarse y exigirle que parara, grave error. Dejó de un lado a Ricky y pegó un bofetón al muchacho. Lo arrojó al suelo. Le dio una patada, una segunda, y pretendía ir a por más — ¡es tu culpa, mira lo que has hecho!—, dijo Marta eufórica, lo que quedaba de ella. Ricky se abalanzó sobre su madre y la echó al suelo — ¡ya basta, maldita sea! — gritó sin aflojar los dedos, marcándolos bien en las muñecas de su mamá. 
Un puñetazo lo lanzó al suelo de la nada, ¿de quién? —Ni se te ocurra tocar a tu madre, muchacho, eso no está bien—. Era este hombre, el que la acompañaba, actuaba como ciego, ¿no veía lo que hacía ella? ¿O acaso le parecía bien? Jonas estaba aún en el suelo, pero Ricky se puso en pie enseguida.
— ¿¡Quién eres!? Ni siquiera te pareces a ella —gritó Ricky, mirando al suelo y apretando los puños.
— ¡Mira, cállate! Todo esto es tu culpa, cada dichosa desgracia que me ha tocado vivir, ¡te detesto con todo mi ser!
— ¡Pues yo también te odio, odio en lo que te has convertido, odio lo que eres! —su voz gritaba, sus ojos lloraban y sus puños se apretaron tanto que se enterró las uñas en la palma.
— ¡Por mí puedes morirte!
— ¿¡Y papá!? Él también puede morirse, ¿no?
—No queda nadie que visitar en esa maldita prisión. ¡Nadie!
— ¿De qué hablas? —se detuvo en seco, olvidó por un segundo lo que estaba pasando y por su mente comenzaron a divagar decenas de ideas horribles, aunque dudosas.
—Solo lárgate. Lárgate. ¡Lárgate! ¡¡Lárgate!! ¡¡¡Lárgate!!! 
Y salió corriendo de ahí, sin decir nada, no había nada que decir. Lanzó una última mirada decepcionada hacia ella. ¿Marta habrá sabido interpretarla? Quién sabe. En cuestión de minutos llegaron a una callejuela común. Había algunos edificios, un bar llamado “Bella tarde”, se conocía por el cartel de neón mediano colgado en la entrada, un par de callejones oscuros y un algunas personas conversando al otro lado de la carretera.  
—Lamento que estuvieras ahí —dijo mientras se sentaba en la acera, justo al lado del poste del cual cuelga el semáforo en rojo—, que vieras todo eso, que te hiciera daño, tú no lo mereces, no puedo ni mirarte a la cara.
—Tranquilo, no es tu culpa… está loca, lo siento, pero es así. Alguien que se encuentre en sus cabales no actuaría de esa forma. Una madre no pega a una paliza a alguien que apenas conoce y no se pasea por ahí con un hombre que pegó a su hijo, menos tiene por qué hacerlo ella —Jonas arrugó la frente, apretó los dientes y miró al cartel del bar. Estaba muy indignado, asustado, colérico.   
—Son el alcohol y las drogas y los hombres también. Ella solía ser una mujer valiente, fuerte, con más valores que ninguna otra; siempre me apartó de cualquier cosa que me pudiera transformar en lo que ella es ahora. Está desesperada, y lo entiendo, pero no lo perdono —cuánta tristeza nace en el cuerpo de Ricky. Su enfado y sus dudas desperdigados por el aire convertían a este en un embrollo de emociones que a cualquiera pone los pelos de punta.   
— ¿Qué vas a hacer ahora?  —preguntó Jonas, necesitaba saberlo con certeza antes de marcharse.
—…
—A mi casa no te puedo llevar, me matarían —recuerda él lo obvio, pensar en eso ni caso tenía.
—No, no, no te preocupes, vuelve a tu casa. Tus padres se estarán preguntando dónde estás. Además, no te conviene que se enojen contigo, tú tienes tus propios problemas, anda, ve —ordenó Ricky, casi rogándole.
—Pero, ¿y tú? —regresa Jonas.
—Yo nada, márchate, nos veremos mañana.
—Me gustaría quedarme, no quiero irme y dejarte solo —insistió todavía su… bueno, lo que sea ahora; después de todo, nada ha quedado claro aún.
—De ninguna manera, ya pasan las once, debes irte —sigue firme Ricky, reacio a que Jonas se demorase más tiempo y que resulten más problemas aun de esta tonta demora que él ensayaba no necesitar.   
—Sí, tienes razón. Pero cuídate, ¿está bien? —única condición que pone Jonas antes de echarse a andar.
—Bien, tú también ten cuidado.
—Vale, hasta mañana.
—Vale.
— ¡Oye! —grita unos segundos después, a unos veinte o treinta metros— ¡estarás bien, ya verás! 
— ¡Sí, estoy seguro!  —alzó la mano con la palma abierta y la movió de un lado a otro. Gesto que el otro muchacho correspondió enseguida. 
¿A qué se refería Marta cuando dijo: “no hay nadie a quién visitar”? Tiene cabida la pregunta, pero quedan tan pocas ganas de encontrar respuestas…, ojalá solo pudiese salir de aquí, y viajar, como ya ha deseado antes. Al menos aún conservaba las llaves de la casa. Ahora solo era cuestión de encontrar ese pequeño momento que sería el oportuno para colarse en aquel lugar y descansar, aunque fuese en el infierno.

AstronautasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora