¿Qué nos separaba? IV: Un cumpleaños canadiense

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—No, Lucas, ¿cómo crees?  —Hablaba Robert, acariciándole la cabellera— No eres un mundano ni un hijo del diablo ni un ignorante.
—Pero, papá…
—Eres un niño, nada más. Escúchame bien, aunque no lo entiendas del todo. A ustedes no les corresponde lidiar con las creencias de mamá y papá, y menos con sus problemas; no a ti, Lucas… y a Elizabeth, a ella tampoco, pobrecita. No es adecuado que los pequeños como ustedes tengan que cancelar planes con sus amigos. Cuando crezcan serán libres de elegir lo que deseen y de creer como les venga en gana. ¿No te parece?
—Sí, papá, pero Eli sí tiene problemas.
—Aunque te ponga triste todo esto o te enoje, tienes que entender que no todas las familias son iguales. Ellos fueron muy irrespetuosos al tratarte así, pero si no eres bienvenido, no lo eres, no me gustaría que llegase a más y nos buscaras un problema. No hay nada que hacer. Eso sí, tendrás que ser el mismo con Eli, ella no tiene la culpa de nada.
—Claro, papá.
—Ven acá— metió a Lucas entre sus brazos y, mientras lo hacía, pensaba: ¿No debería ser este el trabajo íntegro de padre?
—Te quiero.
—Y yo a ti, Luquita. Tranquilo, no te pongas tristón, que ya mañana es tu cumpleaños —Lucas asintió, enterrando aún más la cara en el torso de Robert. 
—Ya cumples diez, mira cómo has crecido. Parece que fue ayer que nos despertabas a Sofía y a mí a limpiar ese trasero descarado y sin vergüenza.
—Ja, ja, ja, ja. Mamá me dijo que te quedabas durmiendo de vago.
—Ja, ja, ja; sí, decía que, si salías a mí, mejor te regalara a la tía Yvonne.   
—Mamá y sus cosas— dice riendo a muerte.
—Por suerte no saliste a mí, según ella. Vivirías felizmente alimentando las iguanas de tía, ¿te imaginas?
—No sé por qué no se compró un zoológico en vez de la casa esa que tiene.
— ¿Tú crees? — Ya estaba llorando ante las ocurrencias de Lucas.
—Uy, sí —reafirma sin miedo a equivocarse. 
—Sí, Yvonne tuvo que haberse comprado un zoo —su padre se encontraba totalmente de acuerdo con ese criterio, al parecer. 
Llegó el día. Jessie, Ashley, Ray, Steven, Roman y un montón de amigos más esperaban ansiosos a que alguien respondiese al sonido del timbre. Cuando Sofía abrió la puerta delantera todos se contentaron y comenzó un bullicio agradable que se esparcía entre todos los muchachos. — ¿Y Lucas, y Lucas?, ¿dónde está Lucas? —dijo Jessie, impaciente como siempre. —Está en el patio, sentado en el banco junto al columpio— les indicó Robert, con su cono-gorro acartonado de cumpleaños sobre la cabeza.
Todos sus amigos salieron al patio, menos Ashley, ella no. Ya lo saludará luego. Primero tiene que saber qué le habían regalado sus padres al cumpleañero. Se escabulló al piso de arriba, hacia la habitación, pero terminó encontrando el baño. Dio un par de vueltas más hasta por fin encontrar el cuarto de Lucas.
—Entonces, ¿qué se siente tener diez? Eres el primero que los cumple —comienza Jessie, de pie sobre el columpio, balanceándose no demasiado fuerte y estirando la cabeza, como intentando acercarse a Lucas, pero sin acercarse.
—La verdad, se siente igual, lo mismo —dijo en un tono ligero.
—Vaya —suspira Jessie—. ¡Qué decepción!
— ¿Y qué pensaba esta? ¿Qué por cumplir los diez años, como por arte de magia va a cambiar la forma en que Lucas ve el mundo? —Agrega Ray, siempre elocuente.
—No, no, no, ni que fuera esto un ritual mágico —Salta Roman.
—Ay ya, está bien —y comenzó a balancearse aún más fuerte.
—Ten cuidado, no vaya a ser que salgas volando —advierte Lucas, un poco preocupado, como de costumbre.
—Mejor afloja, Jessie, que después tiene que recogerte ¿quién?, Ray, como siempre—dijo esta vez el mismo Ray.
—Qué aburridos, por eso siempre pierden cuando competimos. ¿¡Dónde está la aventura!? Por favor, muchachos.
—Ja, ja, ja. Eso me dijo Eli, parece que los columpios son para las valientes nada más.
—Y tenía razón —afirmó Jessie, convencida de que su amiga conoce de lo que habla.
—Ay, por favor —tuerce los ojos Ray—, ¡qué valientes!, a no ser que se rompan un par de dientes, mejor si son los de delante, eso sí va a ser una aventura —todos se echaron a reír. 
—Oye, ¿dónde está Elizabeth?; creí que sería la primera en estar aquí, ustedes son los novios, ¿no? —se dirige a Lucas, cuando recién se percataba Jessie de la ausencia de Eli.
— ¡No somos novios!...
—Pero lo serán —asegura rápidamente Steven, que escuchaba atentamente la conversación. 
—Bien dicho —dice Jessie, guiñando el ojo izquierdo a Steven.
—Sí, buena esa —dice también Ray.
(Casi pareciera que su relación nunca dejará de ser el asunto divertido que despierta singular intriga entre sus amigos)
— ¡Qué no! Pero ojalá estuviera aquí. Tenía que hacer una cosa hoy con su mamá y no pudo venir. Pero nah, no importa, aquí estamos todos nosotros —lo cierto es que se podía percibir un atisbo de desánimo en su rostro, a pesar de sus intentos por disimular algunos sentimientos que más bien resultaban indisimulables. 
Y Sofía se apareció en el patio, demasiado sonriente, meneando las caderas, la cabeza y las manos de forma muy exagerada. “Mira quién llegó desde Ontario” fue lo único que palabreó antes de hacerse a un lado para que todos fuesen capaces de ver la sorpresa. “Bonjour les garçons et les filles”. Era la tía Yvonne, que hizo un largo viaje desde Ontario hasta Quebec para asistir al cumpleaños de su sobrino. En el hombro derecho se asomaba Iris, su iguana favorita, y daba vueltas alrededor de sus pies su gata Lana, peluda como nada, casi idéntica a una bola enrome de nieve. Ay, Yvonne, tan excéntrica como siempre. Envolvió a Lucas en sus brazos y lo estrujó fuerte, un poco más y pierde alguna costilla; pero así es la tía, es parte de su encanto.
Robert caminaba justo detrás, en sus manos cargaba el regalo que ella había traído desde su casa para el cumpleañero. Era un loro enorme; de muchísimos colores: rojos, azules, amarillos y celestes, ¡qué preciosidad! “Se llama Mike”, dijo Yvonne. Hacía muchísimas payasadas en la jaula, como si estuviese regalando una cómica presentación particular a cada niño presente en el patio; incluso, Jessie detuvo el columpio y se entretuvo, como todos, con el loro loco que trajo la tía. Sofía apartó un poco a Lucas de los demás y le entregó su teléfono. Elizabeth le había escrito un mensaje de texto. Lucas se puso bastante rojo. Su madre se echó a reír, de su boca salían risitas cortas y agudas que la hacían ver como niña de secundaria. 
“Muchas felicidades Luquita. Sabes que no puedo estar ahí. Pero te deseo una fiesta increíble junto a todos nuestros compañeros. Ya eres el mayor de todos nosotros. Espero verte pronto guárdame tarta. Un abrazo de Elizabeth. Te quiero mucho.”
— ¡Muchachos!, vengan, se van a resfriar si pasan mucho tiempo afuera en la nieve. Enseguida vamos a repartir la tarta, así que para adentro— vocifera Robert.
Todos se dirigían a la cocina. ¿Quién no querría hincarle el diente al pastel de cumpleaños?, cremoso y peripuesto, casi pareciera que esté llamándolos a todos. Pero antes de dar tiempo a que se emocionara nadie; antes de que algún compañero glotón estuviese siquiera cerca del pastel, totalmente de improviso, Ashley asaltó a todos. Recordaba a una de esas películas del oeste en las que hombres altos de miradas asesinas y, casi siempre, robustas complexiones se sumergen en tiroteos de miedo contra lo que sea, una caravana, un domicilio, un banco, lo que fuera; o entre ellos mismos, esos eran los peores.  — ¡Aaaaaggh, no se habrán olvidado de mí, ¿verdad?!— gritaba entre risotadas. Tenía en sus manos una ametralladora con cartuchos esponjados, muy peligrosa de ser usada contra sus enemigos, cuyos hostiles no eran más que todos y cada uno de sus glotones amigos… y el loro Mike, pobre loro Mike. Por primera vez en su apajarada vida (porque era un pájaro) se alegró de hallarse encerrado. Significaba estar a salvo, aunque ello fuese dentro de su incómoda jaula para viajes.

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