¿Qué nos separaba? I: La chica ciega

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— ¡Papá, papá! —Gritó Lucas a lo lejos, arrancando hacia su padre.
—Dime, Lucas, ¿y ese apuro? —preguntó cariñosamente, alzando bien alto al pequeño, como si lo trepara a un avión o lo subiera a un pájaro gigante.
— ¡Sí, soy un superhéroe! —Dijo riendo fuertemente, al tiempo que sus cabellos rubios se meneaban en favor del viento.
—Entonces, ¿qué? —regresó el padre.
—Hoy conocí a una niña, es muy bonita y...
—Ja, ja, ese es mi muchacho —interrumpe—, y bien, ¿cómo se llama?
—No sé —afirma con simpleza, meneando la cabecita.
— ¿Y a qué esperas? Pregúntale el nombre —sugirió.
—Lo haré mañana, sí, eso voy a hacer —cerró su puño, lo elevó un poco y asintió con ojos decididos.
—Bueno, más vale que te apures, acaba de empezar el curso; dicen que los primeros amigos son los más especiales —hablaba mientras bajaba a Lucas de lo alto, depositándolo suavemente en el césped del patio.
— ¿Le pregunto si quiere ser mi amiga? ¿Nada más? —expresaba en un gesto dudoso, encogiéndose un poco de hombros y levantando una ceja. 
—Cada día te pareces más a tu padre —comparó la madre que se acercaba a saludar, abriendo la puertecita de metal que daba al patio. Luego besó fuertemente a su hijo y le facilitó un consejo:
—No dejes que este cabeza hueca te tinte las ideas —señaló a Robert—. Es probable que se asuste si te lanzas demasiado; así que mejor sé prudente, al menos en cierta medida.
—Pero ¡¿qué dices, Sofía?! —Replicó Robert— Tiene que ser como un depredador, ir a por todas y marcar su territorio —seguido por la horrible imitación de un tigre— grr.
— ¡Tan salvaje como siempre! ¡No sé cómo me casé contigo! —expuso llevando la mano a su frente y fingiendo total decepción.
—Y sin embargo aquí estamos. Mis tácticas son bastante efectivas, visto lo visto —expresión de triunfador es poco comparar para lo que se colocó en el rostro.
— ¿¡Qué más quisieras, nene!? —torció los ojos, y se puso de perfil, mirándolo casi de reojo y sonriendo.
Lucas se echó a reír. ¿Cómo evitarlo? La conversación se había convertido en una maratón de sin sentidos que, como decía antes, hacían mucha gracia. De hecho, todos comenzaron a mofarse.
—Vamos, entren, la cena está lista —dijo finalmente Sofía. 
Entonces caminaron a través del jardín. El padre depositó delicadamente la mano sobre el hombro de su hijo mientras él agarraba a medio abrazo la ancha cintura de su padre. Veían el andar decidido de Sofía, al mismo tiempo delicado como el pétalo de la flor más bella que se pudiese llegar a imaginar. Aquel hombre se había enamorado una vez más y aquel hijo sentía una seguridad cálida y fuerte, viviendo en ese hogar que, dondequiera que se mirase, desbordaba sudor y lágrimas de las personas que una vez lo construyeron.
Lucas comió su comida caliente y no demoró en terminar sus deberes. Estuvo jugando un rato a los videojuegos antes de dormir. Su cuarto permanecía desorganizado. La puerta quedaba entreabierta y se escapaba al interior un atisbo de luz desde la cocina. Solo la mitad de la manta cubría las sábanas, el resto se arrastraba, largo y tendido, sobre el piso. Y algunos juguetes que nunca usaba yacían desperdigados por la habitación. Todo aquello hubo que recogerlo antes de terminar el día. Más tarde, previo a caer rendido, estaba pensando en cómo sería su segundo día de clases y dónde conseguiría valor suficiente para platicar con esa chica que captó enormemente su atención.
En la otra habitación sus padres dialogan tranquilamente.
—Cómo ha crecido, ¿verdad? —mencionó Sofía a Robert.
—Ya lo creo, es casi un hombrecito —asiente él.
—Lo has criado bien —acarició una mejilla de Robert y se dibujó una sonrisa en ambos rostros.
—Lo educamos lo mejor que hemos podido, aún no sabemos la clase de hombre que será, pero al menos sí el niño que es, solo eso ya me contenta suficiente. 
Y todo el momento se redujo a una mirada, en la que, sin decir apenas nada, ellos continuaban su suave conversación; más bella, más expresiva incluso y auténtica que antes. Besó a su marido, dichosa por aquella elección que tomó hace tanto, esa de perpetuarse junto a él… junto a ellos.
—Te amo.
—Y yo a usted.
El Sol recién asomaba en aquella temprana mañana del segundo día de clases. Odiaba madrugar, pero sabía que asistir al colegio era importante. No comprendía del todo por qué, simplemente conocía de buena tinta lo mucho que significaba. Sus padres se marchaban a trabajar desde temprano, dejaban su desayuno preparado y confiaban en que tomaría el autobús escolar. Supuestamente lo recogería en la acera, justo frente a su casa. Aunque fue un poco dificultoso todo el asunto de la preparación, logró estar listo para la hora indicada.
El transporte llegó como estaba previsto, dispuesto abiertamente a que Lucas lo abordara. De pie en el centro podía ver a todos tocar distintos temas de conversación. Varios le interesaban, otros no tanto, algunos ni siquiera los comprendía. Sus padres lo llevaron al centro estudiantil para la primera jornada, así que, justo como creía, todos en el ómnibus eran desconocidos. Siendo sinceros, se sentía excluido, como si todos los grupos ya estuviesen hechos y él sencillamente sobrara.
El chofer pidió por favor que tomara asiento, de lo contrario llegarían con retraso al colegio. Tampoco había nada que meditar, solamente quedaba un puesto desocupado. Caminó rígido hacia su lugar, nervioso, como es normal. Antes de sentarse, bajó las correas de su mochila y la agarró entre sus brazos, como si la protegiese o como si ella lo resguardase a él. Echó un vistazo a la parte inferior, una de sus agujetas quedaba desenlazada, a lo que no otorgó mucha importancia. Arriba algo le descubrió una sonrisa, la sucia cubierta metálica tenía escrita una frase que no asumía sentido alguno: "Los dueños de gatos son como una secta diabólica, no descansan, se pasan el tiempo intentando convencer a cualquiera de que tener un gato es mejor que tener un perro".
Pero no, lo que realmente sorprendió al pequeño fue voltear a la izquierda y ver que estaba ahí la "chica misteriosa". Recibir tal balazo, aunado a su absoluta incontinencia, hicieron de su rostro un tomate. Las rodillas le empezaron a temblar y comenzó a jugar con sus dedos, los entrelazó y desenredó varias veces. Más tarde sus pulgares se habían vuelto protagonistas, ¿pelándose entre sí?, ¿saltando uno encima del otro?, ¿o solamente jugaban a esconderse detrás de su compañero? ¿Era aquello suerte, castigo quizá? Y la indecisión sobre cómo sentirse... se encontraba tan encantado como aterrado.
Tal vez debió prestar más atención, ella no lo miró nunca. No padecía ceguera, simplemente no ofrecía una simple mirada, a nada ni a nadie. Su cabeza quedaba inclinada, sus palmas juntas y los deditos, que parecían de muñeca, bien estirados. Sus labios se movían y pronunciaban palabras casi inaudibles. Mientras, Lucas la miraba fijamente, intentando intuir que hacía, esperando ansioso que terminase. Deseaba hablar con ella, escuchar su voz, mirar atentamente sus ojos y, desde luego, preguntarle su nombre. El tiempo no se detuvo, pero ella jamás separó sus párpados, nunca cerró sus puños, ni cesó su murmureo.
Tampoco salió una palabra de la boca atragantada de Lucas, ni el mínimo fonema, y si surgió, entonces lo retuvo justo detrás de su lengua. Estaba absorto ante su perfil, su nariz delgada con la punta colorada por el frío, el contorno ligeramente ovalado de su rostro, sus largas pestañas y su pelo, ¡qué decir de su pelo negro! Cuando cada uno de sus cabellos centelleaba cual estrella fugaz en el cielo resplandeciente y se zarandeaban a la par con el álgido viento que se escabullía por la ventanilla del autobús.
Él la contemplaba, sus pupilas negras se tornaron anchas y atestas de viso. Si ella supiera que alguien la cata con ojos semejantes, probablemente se arrepienta de hacer lo que sea que esté haciendo en lugar de devolverle la mirada. Que sería algo así como observar el universo. Pero no cualquier universo; este sería especial, apenas sobraría rincón, sería superfluo aforarlo. Se percibe henchido de sentimientos tan inocentes, tan sinceros y hermosísimos como solo es capaz de sentirlos un niño.
El Sol, relumbrando opacamente, se elevó cada vez más y el reloj marcó las 8:00am. El bus se detuvo en el inmenso aparcamiento, lleno de autos y espacios vacíos que aguardaban la llegada de quien los ocupe, allí, a pocos metros de la entrada. Todos atienden al característico sonido del freno de aquel gigante amarillo. Casi simultáneamente se escuchó el repetitivo y veloz tintineo que denunciaba el comienzo de esta jornada escolar. Y ella, como no podía ser de otra forma, por fin abrió los ojos.

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