Como antes IV: El despertar de hoy

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Desperté en medio de la noche. El viento resultaba tormentoso, como ese viento denso que todos conocemos, prólogo de tormentas. Movía las hojas de los árboles con peculiar brutalidad, hacía un ruido un poco similar a cuando tomaba los caracoles de la playa y me los ponía en los oídos, esos los podía escuchar horas enteras sentado en el muelle. Solo que estos susurros proyectaban algo diferente. Detrás de los caracoles escuchaba una melodía relajante y profunda como el océano del que provienen. Pero esta ventolera tétrica... no sabría decir qué me ponía los pelos de punta: el frío o el sonido.
Aun con eso, no era más que simple viento. Lo que en verdad resultaba extraño era el silencio, lo apagada que lucía nuestra zona comunal. Pues siempre me había fastidiado la repercusión alegre de sus gentes, ¿será algo característico de este lugar? No lo sé. La noche fue peregrinamente callada. Salí de “Steel” y anduve un poco hacia el arbusto que suelo visitar. Entonces unas hojas en los alrededores se movieron sospechosamente, solía pasar, después de todo, hay muchos animales rondando el lugar.
Desde antes de salir sentía un goteo firme, constante; se rompía contra el suelo ya húmedo tan pronto aquel breve intervalo hallaba fin, los segundos que separaban una gota de la siguiente; era tan molesto… ¿Me habrá despertado eso o el viento? —pensaba yo.  Me acerqué cuidadosamente, provenía de una de las chozas estas que se había arreglado la gente. Andaba con calma, aunque expectante, intrigado por el sonido, no sonaba similar a otras goteras. Llamé tres veces a la puerta. Nadie respondió.  Así que probé a mover a un costado el pedazo de teja que usaba por puerta el dueño de la casucha — ¿de dónde la habrá sacado? —. Un raro olor se esparcía por la pequeña habitación. Efectivamente, había una gotera en el techo. Superpuse mi mano entre las gotas y el suelo, chocaban contra mi palma. Entonces la Luna que, al parecer, quedaba escondida tras pequeñas nubecitas de la noche, se dejó ver por un instante y arregló aquella habitación oscura con un claror tenue e inconsistente, solo dejando entrever en su luminiscencia mi mano machada de rojo.
Salté de inmediato, di un brinco de espanto. La confusión se adueñó de mí, llegué a pensar que me había cortado la mano mientras dormía. Ese pensamiento erróneo se disipó tan pronto presté la suficiente atención. Del techo colgaba el cadáver de uno de los vecinos, cuyo nombre desconozco. Quizá haya sido un error no saberlo. Aterrado, salí corriendo de allí, muy rápido. Me sumergí en el bosque; siguiendo lo que sería un sendero estrecho que podría obviarse fácilmente de no observarse con detenimiento mientras se lo atraviesa.
Llegué hasta una casa no muy grande al final de la senda. Intenté llamar a la puerta delantera. Daba un golpe seco con el lado derecho de la mano también derecha; regresaba la mirada, probablemente mi respiración acelerada se escuchase en ese momento al otro lado de las paredes; golpeaba otra vez, más fuerte, y volvía nuevamente los ojos; un par de veces más, pero nada.
Finalmente la puerta se abrió. Dudé si debía entrar. Dentro, la oscuridad se tragaba los muebles, los decoros y hasta el enladrillado. Entonces se sacudieron algunas hojas en el bosque, justo detrás. ¿El viento? ¿Animales? ¿Lo que sea que hubiese provocado la muerte de ese hombre? No sé por qué, pero en ese momento, sin duda, preferí dar por sentado que se trataba de la tercera. El miedo tuvo más peso que la ley, más poder que la cortesía e incluso sumergió mi cuerpo en una indecisión mayor que aquella perceptible solo a los ojos de quien no posee vista, de quien permanece alerta, aunque desprotegido, allí, en la oscuridad.
Tropecé con un pequeño escalón que pasó desapercibido, daba igual que estuviese justo delante de la entrada, ¡qué me fijaría yo, apresurado y aterrado como me encontraba! Cerré la puerta de un tirón. Extrañamente, dentro hacía frío, aunque suene ilógico, daba esa impresión. Afuera, huyendo sabe Dios de quien, a través de los matojales, ¿¡qué frío había de sentir!? Pero ahí dentro solo una pequeña ráfaga álgida se colaba por una ventana de lo que parecía el comedor, mucho más fría que la intemperie, como si toda la frialdad de la noche se comprimiera en un solo punto.
Sobre la encimera había una foto, sencilla, pequeña, recostada a una tacita de porcelana, con el aza un poco desgastada, un poco vieja. La sostuve un breve instante, hasta que se acomodaron los ángulos del retrato y un alumbrado leve atravesó la cristalería. Era una foto de familia, protagonizada por un hombre fornido, vestido de boina y camisa con tirantes. Un poco por debajo de su cintura, una pequeña niña;  cabellera rubia, ojos color miel y una boca enorme, sin preocupaciones ni más deseos salvo regalar su sonrisa a todo observador del retrato, o así lo vi yo. Debajo de la taza, como terminando el arreglo de una pequeña ara, alcancé a observar una carta sellada. " ¿Será nueva? ¿No habrán querido abrirla?". Da igual. 
Sentí un estruendo que me pareció haber escuchado antes. Una puerta se abre rechinante, dejando pasar el viento  que se esparce con solidez y tesón por el interior. Agarré un cuchillo que había en el platero, corrí hacia la entrada, tropezando con cuanto mueble o vasija hubiese en mi camino. Con miedo, mucho miedo, pero ¿qué iba a hacer? Quedarme esperando a que fuese mi turno, nada de eso. Apreté los dientes y salí al pasillo, imponiendo mi figura, como si sirviese de algo. Para mi sorpresa, había dos personas paradas en la puerta delantera, una niña y un hombre adulto. Una calma casi agotadora invadió mi cuerpo y hasta mi alma. Me dije a mí mismo, "deben ser los propietarios, menos mal". Saludé, dije hola, pero no respondieron, solo se quedaron inmóviles frente a la puerta y, mientras tanto, yo tiritaba en la noche helada.
Entonces se paró justo detrás de ellos; uno de esos, de los de antes, de los que todos huimos y nos escondimos. Enorme, no podía verlo con claridad, pero los escalofríos de mi cuerpo... esos los sentía desde el meñique derecho hasta mi oreja izquierda. Ellos seguían parados, sin inmutarse. Entonces esa cosa hizo un gesto de carrera, se impulsó hacia atrás; no se escuchaba nada sino el viento que agitaba las bisagras viejas de la puerta. Sus manos se mueven con rapidez y traspasan el pecho de quienes yo creía dueños de la casa. Recuerdo el sonido, ese crujir repugnante de la carne siendo rota y el estrépito de los cuerpos golpeando el piso. Yo permanecía inmóvil, ahora entiendo qué les sucedía a quienes hace unos instantes fueron asesinados por ese monstruo. Mis ojos miraban sin mirar, mi cuerpo no respondía, y el cuchillo... el cuchillo hacía rato estaba en el suelo. Solo se acercó, balanceó con tranquilidad el cuerpo y todo se apagó.
Pero qué extraño es recordar todo lo que uno sueña la noche anterior. Será la segunda vez que me sucede algo así, como mucho. Cuando abrí los ojos estaba recostado en una cama bastante incómoda, tenía una migraña rara y la espalda me estaba matando. El suelo de la habitación era de tierra. Había un polvo que ya parecía natural en las paredes y la camada. La habitación estaba apenas alumbrada con dispersos haces de luz  que se filtraban por las rendijas del techo o las paredes. Vi una silla de madera un poco desajustada, recostada a la pared de forma extraña, se inclinaba hasta quedar a dos patas y que el espaldar tocase los muros de ladrillos. Extraña forma de sentarse. Llegó a mis oídos una voz masculina; exigía rapidez en lo que sea que estuviese haciendo la persona con la que hablaba. "Está bien, solo un momento", habló esta vez la otra persona, con una voz suave, pero subida de tono.
La puerta se abrió espantosamente. Yo aún estaba un poco aturdido, pero el escándalo me despertó completamente. La pelirroja loca estaba allí, parada, con una bandeja en las manos y una posición de pies digna de quien practique artes marciales. ¿¡Cómo no iba a haber estruendo!? Si le acaba de pegar una patada de muerte a la pobre puerta.
—Arriba, levanta —me ordenó indiferente, pegando unos golpecitos a la cama con sus pies. Yo apenas hablé, tenía un malestar bastante desagradable encima.
—Te preparé este cocimiento, seguro sabe a mierda, pero tienes que beberlo. También hay comida, pan, huevos y agua.
— ¿Por qué? —pregunté, todavía perdido en mis cabales, ¿qué hacía dándome brebajes y cosas raras? Es más, ¿dónde estaba?
— ¿No te enteras? —suspiró, como llevando un muy mal día— Te caíste, idiota, te caíste.
— ¿Cómo que me caí?
—Del árbol, Tomás, de tu camita. Soñabas Dios sabe con qué y te desplomaste. Asustaste a Luis, el marido de Deisy. Así que te trajimos aquí, a nuestra casa. 
— ¿¡Me caí del árbol!? No me lo creo. Qué idiota —pensé en voz alta, ¿por qué siempre resulto un incordio?         
—Mejor olvídalo, descansa y tómate esa cosa —decía finalmente, mientras me daba la espalda para irse a hacer algo urgente, al parecer.
Me quedé allí, recostado en la cama sin almohada, dándole vueltas a la pesadilla que aún recuerdo vívidamente, como si hubiese sido real. Pasé toda la mañana intentando tomarme el cocimiento que preparó Lenay, ¡qué sabor horrible!
Debajo del vaso plástico había una pequeña nota, escrita con un carboncillo color violeta. Ponía con letra grande: “Ojalá mejores pronto”.

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