De viaje a un sueño V: Al otro lado del cristal

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Qué delicioso aroma llegaba desde la cocina. Marta preparaba unas chuletas de cerdo que le había regalado la vecina, Rosa. Dijo que hoy las acompañarían con un juguito de mandarina, las vendieron baratas en el mercadillo (siempre hay que aprovechar este tipo de ofertas). Ahora la casa tenía una nueva batidora y una freidora. Ricky veía la tele, Fidel hablaba por teléfono, barato, de los que vienen con teclitas; y Marta sazonaba, alegre, despreocupada. Echaba pizcas de sal, casi bailando; olfateaba, reía, volvía a olfatear. “Qué buen día”, decía ella. Fidel dejó su nuevo teléfono a un lado y encendió la radio. Había una bachata, ¿Romeo Santos? ¿Prince Royce? Qué más dio. Fidel agarró a Marta por la espalda, le acarició el cuello, puso sus manos en las caderas de ella y tiró con fuerza, pero despacio. Reían, reían mucho. Ricky comenzó a mirarlos. Fidel se pegó a su esposa. La pierna derecha quedó entre las piernas de Marta, y la izquierda… la izquierda era como la oveja negra, nadie la quería, pero era la encargada de guiarlos a ambos. Quizá deberían darle un poquito de amor, se lo merece, en mi opinión. Y comenzaron a bailar, durante algunos minutos, lo que a mí me gusta llamar “una buena bachata”, por instantes juntitos, por instantes separados, giros y caricias, las caderas en compás y los besos, nunca faltan los besos mientras se baila bachata, eso denlo por seguro. La canción se terminó, y los labios de ambos quedaron soldados, mucho más que sus piernas.
“¿Te enseñamos, Ricky? ¿Quieres aprender? Ven, no seas cobarde”, le dijo Fidel. Ricky asintió, se puso en pie y fue con sus padres a la pista, que era el pequeño espacio entre la meseta y los muebles de la sala. “Mira mis pies. El hombre guía, la chica se deja llevar, conquístala. Un, dos, tres, cuatro…, cinco, seis, siete y ocho…, un, dos, tres, cuatro…, cinco, seis, siete y ocho”
—Sí, ya sé que es raro, pero sí, desde hoy en la mañana sé bailar Bachata —contaba Ricky avergonzado, sentado en un muro de las ruinas, meneando los pies, nervioso, contento.
—Vaya, eso es nuevo, tú bailando Bachata, no me lo imagino —se le escapó una risilla a Jonas, que jugaba a hacer parkour saltando entre las columnas desgastadas y los bloques musgosos.
— ¿Tan difícil es de ver? Amigo, hago mi mejor esfuerzo.  
—Sí, lo sé —y se lanzó desde unos pocos metros de altura, aterrizando en un montón de hojas que levantó bastante polvo.
—Tosió un poco y agitó la mano desesperadamente, intentando alejar el polvo que se esparció sobre su rostro— ¿Por qué te agrada este sitio? No lo soporto.
—Es que no entiendes su encanto, el bosque es lo mejor, escucha y verás —señala su oído con el dedo índice y guarda silencio.
—No escucho nada —dice Ricky un poco confuso.
—Exacto, tranquilidad. Eso no lo encuentras en el pueblo.
—No sé yo si un poco de silencio compense toda la humedad y el fango de aquí. Suerte que me quité los zapatos nuevos, mamá me hubiera matado.
— ¡Qué pesimista, hijo! Te muestro mi lugar secreto ¿y así me lo pagas? Qué cosas.
—Perdón, no estoy acostumbrado.
—Seguro es eso, no hablaras tan mal de mi sitio. Arriba, vámonos.
—Sí, vámonos.    
Los escombros estaban un poco metidos en el bosque. Para volver a la ciudad había que atravesar un sendero bastante escarpado, unos quince minutos a pie. Había un poco de niebla, vestigios de la que hubo en la mañana, seguramente. La temperatura resultaba poco ordinaria, como dividida por secciones; aunque ahora mismo el cuerpo sienta calor, más adelante hará algo de frialdad. Jonas iba en cabeza y Ricky justo detrás, si alguno se perdiese sería un verdadero problema, por eso tomaban suficientes precauciones.
— ¿Cuánto falta? Me duelen los pies —se queja Ricky, que ya no da más de sí.
—Un par de minutos solamente. Ya casi estamos.
— ¿Sueles venir acá muy seguido?, porque es bastante incómodo este paso.
—Más de lo que crees, ya te dije, es mi lugar secreto, vengo de vez en cuando. Me gusta porque siempre hay algo que dibujar.
— ¿Sabes dibujar?
—Más bien es un pasatiempo, pero sí, dedico mucho tiempo a mis pinturas.
—Un día me tienes que mostrar lo que pintas —Ricky siente un poco de emoción—, sí lo harás, ¿no?
—Por supuesto, te mostraré mi mejor cuadro.
—Me muero por verlo.
—Calma, de seguro no es para tanto.
—Estoy seguro de que lo será.
—Tanta expectativa me da miedo, ¿sabes? —seguía andando por el camino, apartando matojos y cuidando cada paso.
—Bueno, entonces solo esperaré a verlo —a Ricky le chorreaba la frente.  
—Gracias por la paciencia, hermano. 
Ya era el final de agosto, el verano estaba terminando. Probablemente pasarían menos tiempo juntos, es normal. Es como si la última etapa de las vacaciones fuese tristona y el inicio del resto del año trajese consigo una ola de preocupaciones. Por eso se enfrascaron en realizar todo tipo de actividades el uno con el otro, para luego extrañarse menos. Es curioso en lo que se ha convertido aquel encuentro casual en la playa. ¿Quién lo diría? Que se hicieran tanta falta dos completos desconocidos.
Ya solo quedaba una cuadra, un bloque más y Ricky estaría en su casa, despidiéndose de su amigo, quedando para otro día. Y su madre prepararía las cenas deliciosas que solo ella sabe cocinar. Y su padre lo enseñaría a bailar mejor. Seguiría enamorándose cada vez más de la vida, de lo bueno, de Jonas. Continuaría cambiando, como todos hacemos alguna vez.
Cruzaron la esquina. Marta estaba echada en la puerta, de rodillas, mordiéndose la muñeca. Había dos coches de policía idénticos y cuatro hombres con uniforme. Tres de pie, con las manos en la cintura, y el otro sobre Fidel, que estaba doblegado en el capó del auto, con la cara aplastada y los brazos en la espalda. Ricky corrió hasta dónde estaba su padre, lo tocó en el brazo, lo llamó a gritos. Uno de los oficiales reaccionó y lo empujó muy fuerte. “Atrás”, fue todo cuanto dijo. Entonces corrió hasta Marta.
—Mamá, ¿qué pasa? ¿Qué le hacen, mamá? 
—No lo sé, no lo sé —dijo muy alterada, moviendo bruscamente los brazos.
— ¿Qué es esto? —Pensaba Jonas, que lo observaba todo, parado al otro lado de la carretera.
Varios días después. Sentado Ricky. Sentado Fidel. Se miraron a los ojos, nada más importaba salvo esa mirada. Les gustaría decir tanto, pero prefieren clavar sus vistas en las del otro. Dicen algunos que el miramiento habla, pero no es verdad; ello solo es capaz de transmitir sentimientos, jamás palabras. Las palabras hay que decirlas, alguien tiene que escucharlas. Por eso no se conformaron y, a pesar de estarse mirando fijamente, ambos agarraron el teléfono.
— ¿Cómo está tu madre? —preguntó Fidel.
— ¿Cómo crees que está? Destrozada —respondió Ricky, con sus ojos muertos y su voz ronca, justo como antes. 
—Me lo imagino.
—Debiste imaginarlo antes.
—Sí, debí hacerlo.
—…
— ¿Ves esto? Esto no es nada. Es un precio pequeño, una tontería —dice campante, como quien no quiere la cosa.
—No es una tontería, papá —ya estaba bastante grande, le molestaba que intentasen calmar sus nervios cuando tiene todo el derecho del mundo a estar enojado y confundido. 
—Sí que lo es, ya verás cómo antes de lo que canta un gallo estaré con vosotros —asegura, aún con ese aire de optimismo.
—Pero ¿qué haces ahí?
—Eso no es problema tuyo, es mío. A ti no te corresponde saber nada —dejó a un lado la pantomima de antes y volvió ese toque autoritario que su padre tuvo siempre. 
— ¿Por qué estás del otro lado del cristal? ¡Hostias! ¡Dime!
— ¡No me grites! No te diré nada. Ya te he dicho suficiente.
—No, sabes bien que no lo has hecho —los ojos de Ricky pedían resoluciones, explicaciones.
—Son cosas de adultos.
—Cosas de adultos, ¿eh? —Fríe un huevo con sus dientes.
Hubo un gran silencio. Volvieron a mirarse. 
—Cuídate, Rick, y cuida de tu madre. 
—No me pidas eso a mí, tú eres quien debería estar haciéndolo y mírate. Das asco.
—Bien, entonces espero veros pronto.
— ¿¡De dónde sacas que nos interesa verte!? Joder, todo iba tan bien…, pero tenías que meter la pata —dijo enojadísimo, antes de tirar el teléfono.
Ellos solo continuaron mirándose, como un padre ve a un hijo, como si un enemigo clavase la vista en un amigo, como conectando dos mundos diferentes, separados por un vidrio hermético muy grueso, que aislaría sus voces y palabras; mas nunca sus sentimientos e, incluso menos, sus miradas.

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