Como antes V: La gente

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Había pasado el mediodía y estaba harto de permanecer echado en la cama. Así que me puse en pie y comencé a caminar, me tambaleaba un poco y mi cabeza era un peso muerto, pero poco me importó. Salí de la habitación y me dirigí al portal. Respiré aire fresco. No había nadie en los alrededores. Ni siquiera sabía dónde estaba. Después de un rato, simplemente, volví a entrar.
Algo me resultó extrañamente familiar, pero no estaba seguro de qué podría ser. Ahora sí que lo estoy. La cocina, la encimera, la cristalería, la taza de porcelana y la foto. Estaba en la casa dónde ocurrió aquel sueño extraño. Me acerqué, esta vez con más calma, agarré la foto y la giré. “Alipio Cobre Santos, Lenay Camado Cobre, año 2000. En honor a las personas amadas que una vez estuvieron, y ya no están”. Los de la foto eran nada más y nada menos que Lenay y Alipio. Me sorprendió bastante, pero en el fondo ya me había percatado antes.
Volví a la habitación, pretendía recostarme de nuevo, no me sentía del todo bien. Cuando agaché la cabeza simplemente me vine abajo, el mundo se viró al revés y me estampé contra le mesita de noche. Ambos nos caímos, cosa bastante triste. En el momento de la caída una de sus gavetas salió volando. Yo intenté recogerla para devolverla a su sitio, pero algo llamó mi atención. Había una carta entreabierta, muy vieja, con un sello parecido al que vi en el sueño. La tomé en manos, no sé si debí haberlo hecho, las fechas están muy borrosas. La transcribiré aquí, en mi diario.
(Algún momento antes del año 2000)
Mi suegro; Lenay, mi niña hermosa:
Hace ya varias semanas desde que tuvimos la idea de partir, de salir de ese lugar y buscar un futuro mejor en algún otro lado, porque los mejores futuros siempre se buscan en otro lado. Usted no tiene ni idea, suegro, de cuán grandes son el dolor y la pena que cargo en el pecho, si se le puede llamar así a esta cosa desgarrada por las circunstancias. Suegro, yo ya no tengo esposa, usted tampoco tiene hija ni mi pequeña tiene madre. Suegro, fue el mar que me la arrebató, se la tragaron las olas y no la supieron devolver. Eso me digo yo para auto consolarme. La verdad es que la culpa solo es mía, por ser el hombre patético que soy, que no puede proteger a nadie, ni a sí mismo. Suegro, usted depositó su confianza en mí, y le he fallado…, mi hijita lo hizo también, me dijo: cuida a mamá. Acabo de perder lo más preciado en las vidas de ambos. Cada vez que pienso en eso se me cae encima el cielo, ¿cómo puede alguien ser tan incompetente? Esa es mi pregunta y la respuesta es una simpleza que prefiero no mirar ni escuchar ni afrontar. Todo pasó en un momento, ¿por qué no volvió a subir? Se hundió en el agua, no se veía nada, nadie se lanzó al fondo para intentar encontrarla y ayudarla, ni siquiera yo. Todos teníamos miedo de no regresar, justo como le ocurrió a ella; así que nos quedamos esperando, solo esperamos a que pasara algo que nunca sucedió. Suegro, estoy asustado, no sé qué hacer. Estoy aquí, en el lugar mejor donde se supone que debería encontrar un futuro mejor. Pero ya el presente es tan horrible que cuesta imaginarse un futuro un poco optimista, malo o bueno, da igual. Ahora pienso en mi hijita, tan linda, es idéntica a su madre. El único faro del que ahora es nuestro desolador momento, lo único que vale la pena. Así que, suegro mío, con la cara más dura que pueda tener un ser humano, le pido ayuda. Cuide de mi pequeña, y procure, por favor, no ser tan incompetente como lo es su yerno. 
                                         Se despide, con el malestar más profundo que jamás haya podido sentir, Tomás 
Me molesta especialmente, nunca me detuve a pensar en ello. Me he hecho ver inferior, la víctima del mundo; por favor, aquí todos somos víctimas del mundo. He sido bastante estúpido. Ver reír a Don Alipio, ahora me parece impresionante incluso su sonrisa, y la de Lenay, quizá esa también sea poco más que un retozo valiente. 
Llegó la noche, yo seguía en la cama, con un inmenso dolor de cabeza. Lenay abrió la puerta, esta vez más calmada. Caminó hasta la cama y se sentó en ella. Comenzó a quitarse la camisa. Yo entreabrí los ojos.
— ¿Qué haces?
—Esta es mi habitación, no mires demasiado, busco algo más cómodo.
—Bien —estaba muy nervioso, aunque intentaba ocultarlo desesperadamente.
Luego se acostó a mi lado, con el cuerpo apuntando al otro lado. En ese momento su voz cambió, hablaba en un tono muy bajo y apagado, como quedándose dormida, casi ronca y arrastrando los sonidos. 
— ¿Cómo está tu cabeza?
—Me duele.
—La caída no fue pequeña, tienes suerte de que no haya sido grave.
—Sí, tienes razón. ¿Por qué parecías tan alterada hoy?
—Olvídalo. No es nada 
— ¿Sabes? Leí la carta de la primera gaveta.
—Vaya, felicidades, ya eres todo un acosador —aún mantenía su tono.
—Mira quien habla. Quería decirte que lo siento mucho, ya sabes, por todo.
—No es necesario, ¿te digo algo? Hoy, pero hace   años, murió papá. ¿Puedes creerlo? Estaba jugando con unos amigos en una fiesta, uno llevaba un arma. No sabría decirte por qué la llevaba. Él intentó disparar al cielo por diversión y vio que el arma no disparaba. Pensó que estaba rota o que no tenía balas, no sé, yo no estuve ahí. El caso es que la apuntó a mi padre y apretó el gatillo, la pistola no disparó. Mi padre le rogó que se detuviese, que eso era peligroso, pero todos se echaron a reír, —tranquilo, viejo—, dijo su amigo —no dispara, ¿ves?— y apretó el gatillo de nuevo. Pero esa vez sí disparó, y mi padre estaba justo delante. Murió instantáneamente, como si el viento arrastrara una hoja, con la misma facilidad.
—No me jodas. No lo puedo creer.
—Créelo, Tomás, la gente se va, cualquier cosa puede arrebatarnos a alguien, sobre todo a quienes más queremos, así ha sido siempre.
—Todo esto es una mierda.
—Oye, ¿eres poeta?
—No, no escribo poesía, no me gustan sus limitaciones.
—Maravilloso.
— ¿Por qué?
—Porque los problemas solo son útiles para los poetas. Tú no eres poeta, así que quítate todas esas preocupaciones de la cabeza, que ya bastante malograda la tienes. Vamos, duérmete, mi pasado ya no importa.
—Eso haré, oye, gracias por compartir todo eso.
—…
—Bien, buenas noches —fue lo último que dije. 
(Su padre se llamaba igual que yo)
No me podía pasar la vida entera ahí, tirado en una cama. Vi alzarse el Sol, le pedí a Lenay que me indicara el camino de vuelta. En ocasiones es complicado ubicarse entre la maleza. Volver a ver a Steel me haría el día, ya tenía ganas. Luis, quien me vio caer primero que nadie, preguntó por mi salud. El resto de los vecinos también se interesó, algunos dijeron que fue gracioso y otros que casi se desmayan del susto. Me aconsejaron tener más cuidado, aún soy joven, me queda mucho por vivir.
Alipio trabajaba en otro huerto, pasé todo el día ayudándole. Tener todas las barrigas llenas, eso lo hacía feliz, y a mí. Así que sembramos y preparamos las condiciones de cierta variedad de cultivos. Boniatos, yucas, tomates, calabazas, pepinos, hasta piñas. Todos los sembrados eran diferentes, pero fue entretenido aprender las técnicas del viejo Alipio.
Bien tarde necesité ir al arbusto. La noche estaba nada callada, como de costumbre. Había un montón de gente alrededor de la hoguera. Me vieron caminando por allí y dijeron mi nombre, me pidieron que me uniera a ellos, ya que me veían más bien poco. Yo acepté, no me vendría mal un rato en la fogata, me dije.
—… y entonces me dijo: No te guíes por mí, yo misma me enredo cada vez que toco el tema, digo, me gustas un montón, pero no quiero atarme a nadie, me queda poco tiempo acá y necesito algo de “libertad” —contaba la historia Alfredo— sí, ya, yo me imagino su libertad como debe ser.
—Ja, ja. No culpes a la muchacha, yo prefiero salir corriendo que atarme a ti —dijo Pepe entre risas.
—Mira, eso es sencillo, olvídate de ella, viaja a algún lado y ve a un restaurante. Mesa para uno, obviamente, ¿tú te has visto? —todos comenzaron a reírse con el comentario de Ernesto, incluso yo.
—Oh, vamos, ja, ja, ja. —Respondió Alfredo— no se puede ni contar una historia.
—Sí se puede, hermano —replicó Mario.
—Arriba, Marito, cuéntanos algo —habló otra vez Pepe.
—Bueno, está bien. Una vez conocí un hombre, un calvo de uno ochenta; le decían “El Spiderman”.
— ¿El Spiderman? —pregunté yo, que hasta el momento permanecía cayado.
—Sí, brother, todas las noches cuando regresaba del trabajo, serían las nueve y treinta o casi diez, se podía ver al dichoso calvo encaramado en los edificios; dos plantas, tres plantas, cuatro, no importaba mientras pudiese ver algo de carne femenina.
—Ja, ja, ja. Un mira huecos —saltó Ernesto.
— ¿Estaba espiando a las mujeres? —pedía yo la aclaración, quizá era electricista o limpia cristales, sabría Dios.
— No solo espiaba mujeres —respondió Mario— jovenzuelas, madres solteras, cuarentonas, abuelas, ese no creía en nadie.
—Ja, ja, ja. Yo también conocí a alguien así, se llamaba Cisto —comentó Alfredo.
—Increíble —comencé a reír.
—Pero un día se cayó, se dio un golpetazo que vaya… no se trepó ni una vez más en el alero de un edificio —terminaba Mario la historia.
Las chicas estaban un poco calladas, apenas hablaron. No sé ni en qué momento me aprendí los nombres de cada uno. Todos contaron algo, había mucho que decir de sus ajetreadas vidas. Lorenzo se puso en pie y fue a buscar a “sus nenas”, como él las llamaba; dos botellones de ron “Havana Club”, —para pasar la noche— decía él. De repente, no sé por qué razón, las damas comenzaron a hablar… Amanda parecía una bebedora innata; Rebeca no paraba de reír ni un solo momento; Lauren estaba quedándose dormida, daba cabezazos y pestañeos largos y pesados; mientras, Julia solo leía un buen libro, absorta en su propia imaginación. Luego Jony entró a su casa y salió con su guitarra. A mí también me tocó contar un par de historias después, alguna que hiciera reír, por supuesto. La noche era larga, rebosante de cuentos, ron, fuego, música y gente, mucha gente.

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