Desperté en la mañana. Ella se retorcía un poco entre mis brazos, se encogía, se acomodaba; acariciaba mi hombro con tal suavidad y ternura que yo me creía dueño de todo lo que ahora sé que vale la pena. Su respiración, mis latidos; su cintura, mis piernas; su aroma y el mío: todo mágicamente promiscuo y afortunado. Ella estuvo siendo abrazada por mí, mas era yo quien se sentía preso, estaba acorralado y solo dejé que sucediera, sin entender en realidad qué diablos estaba pasando entre nosotros.
—Se dio una vuelta y me miró a los ojos, luego se sonrió— Buenos días.
—Bu… buenos días —respondí yo, intentando no desviar la mirada.
—Mmm, se siente rico ser abrazada por ti —dijo alegremente, rebozando extraña complacencia.
—Pero ¿qué dices? —Me sobresalté un poco— Vas a romperme el alma.
—Ja, ja, ja. ¡Qué lindo! —salió de mi pecho y se sentó en la cama, con los brazos apoyados sobre las rodillas.
— ¿Lindo? No se ha visto, ¿verdad? —preferí quedarme recostado, mirar su perfil desde abajo era igualmente una delicia.
—Ah, ¿sí? No me digas — hizo una pausa, su mirada candente penetró mi cuerpo y se adueñó de mí—. Aclárame algo… ¿por qué nos demoramos tanto para hacer esto?
—Debió ser culpa mía —expuse un poco avergonzado—. Nunca he sido muy valiente para esta clase de cosas. Para nada, de hecho.
—Yo no opino lo mismo —agarró su barbilla y mordió la uña de su pulgar—. Hoy en la madrugada parecías algo así como un héroe. Además, Tomás, yo sé bien que no eres ningún cobarde —de repente comenzó a juguetear con mi cabello—. Supongo que necesitábamos tiempo para conocernos, para que pasara todo lo que pasó. En realidad, es increíble que haya salido algo bien, o sea, mírate, míranos a todos…, estamos aterrados, aguantando a duras penas y saliendo adelante con el gran esfuerzo de cada uno. Si no fuera por eso, nunca habríamos conseguido nada, ni siquiera sentiríamos esto que sentimos el uno por el otro —se acercó y metió entre sus manos mi rostro.
—No tienes ni idea —balbuceé, con los cachetes exprimidos.
— ¿Ni idea de qué? —preguntó ella, levantando una ceja y ejerciendo, espero yo que inconscientemente, cada vez más presión sobre mi cara.
—No tienes ni idea de cuánto me alegra haberte conocido —agarré sus manos con las mías—. Es en serio; creo que, de entre todas, tú debes ser la peor tormenta. Así que gracias por llevarte todo lo que me tenía la cabeza revuelta. Yo… uh, ¿cómo lo digo?... te has vuelto alguien muy importante para mí.
—Se hizo un breve silencio— ¿Qué estás esperando?
— ¿Qué espero de qué? —agité un poco las manos y abrí mucho los ojos, arqueándose amplias mis cejas.
— ¿No hay beso? ¿Nada? —achicó los ojos y torció los labios.
—Sí, yo creo que debería…
Hacía un día bastante agradable, soleado y sin rastro de nubes. La brisa caracoleaba entre los pinos, agitando ramas y piñones. De vez en cuando un gorrión atravesaba el sendero de vuelta al campo y se perdía rápidamente en la espesura. Solo se escuchaba el murmullo de los árboles y el rumor afelpado que provocaban las pisadas al aplastar las hojas humedecidas por el aguacero de la noche anterior.
Nos tomó apenas unos minutos llegar a la explanada donde se encontraban los demás. Había un silencio preocupado muy tenso. Los vecinos parecían tener algo entre dientes, pero no hablaban; se tragaban lo que fuese aquello que quisieran decir con un jarro de angustia e inquietud. Todos nos miraron y enseguida agacharon las cabezas. “Es la niña, mi amigo, la hija de Rebecca, Karita”, dijo Alfredo; “esas cosas ya están aquí, nos encontraron, ella los vio”.
Al principio no quise creer lo que me decía. La niña estaba llorando y cuando me miró pude sentir por fin su temor y agitación. Entonces me di cuenta de que, probablemente, ella estuviese diciendo la verdad. Esos ojos no se quedan plasmados en el rostro de cualquiera bajo circunstancias que transcurren con normalidad. Me acerqué inmediatamente y me puse de rodillas frente a ella. La repasé con la vista un par de veces. Sequé algunas de sus lágrimas y la envolví en un abrazo que yo necesitaba y en un consuelo que, más que exigírmelo ella, me lo demandaba a mí mismo. Afloraron mis miedos desde las entrañas. ¿Y ahora qué? Intenté olvidarlo, el porqué estaba aquí, nada se ha resuelto aún, mierda.
—Se refieren a los monstruos que los hicieron venir a ustedes, ¿verdad? ¿Es eso? —dijo urgente Lenay, agarrándome de la camisa.
—Sí, esas cosas de nuevo… mucha gente murió, Lenay. Fue horrible —hablé en un tono grave. Tal vez los demás lo percibieron un poco ominoso, porque mi mente viajó por un pequeño instante a ese caos terrible, ese desafortunado que nos tocó observar.
—Ustedes los vieron nacer, ¿no? Esos monstruos, ¿de dónde salieron? —jamás había visto a la pelirroja tan preocupada.
—No tengo ni idea, nadie la tiene —es cierto, nadie la tenía—. Solo aparecieron y pusieron el mundo patas arriba; destruyeron familias enteras y nos colocó a todos en esta situación de mil demonios —luego suspiré profundamente y me senté en un medio tronco cortado hace mucho.
—Ni te lo imaginas, pelirroja —pronunció Mario—. Temo por los míos, por ustedes, ¡joder!—.
—Viejo, los niños, voludo… nos va a pasar lo mismo que le ha pasado a todo el mundo, ché —dijo enseguida Ernesto, irritado y tenso.
—Cállense ambos —saltó Lauren—. ¿No ven que la asustan, imbéciles?
—Parecéis dos lloricas, ¡comportaos de una maldita vez! —exclama la alterada madre mientras carga a su hija y le acaricia el cabello.
—Vamo, to el mundo. Ustedes están corriendo de lo bicho eso. Pero yo toy muy viejo pa andarme apendejando. Cuando lleguen… es más, qué se atrevan a venir, le vamo a dar lo suyo —habló Alipio, que se estaba acercando lentamente desde el otro lado del campo.
—Don, ejércitos enteros perdieron la vida peleando sin sentido contra esas cosas —gesticulaba con mis brazos, extremista, creo que me empoderaba o me otorgaba un ápice valiente, aunque, por lo visto, yo simplemente me ocultaba un poco detrás de mi susto— ¿Qué podemos hacer nosotros? Es inevitable.
— ¿¡Qué preguntas son esa!? Lo que hagamo, sea lo que sea, va a ser mejor que sentarno a esperar que lleguen esa cosa. Tonce pa riba, yo tengo una escopetica ahí en el rancho…, usté verá —abrió enormes los ojos, frunció el ceño y miró hacia el bosque, en dirección a su casa—, aquí a mí no me lo toca nadie. ¿Me oíte?
Íbamos a morir. Eso estaba segurísimo, “El Don” tenía razón, pero yo estaba convencido de que sería inútil. Yo quería decirle a todos: Lenay, Alipio, Ernesto, Mario, Alfredo, Jony, Rebeca, Julia, Lauren, Roberto, las niñas, los niños, y también a los demás; todos debían saber que este podría ser nuestro último día. En el fondo quería simplemente pasarlo bien. Imaginé a Jony tocando la guitarra; a los niños correteando; a nosotros jugando un partido de dominó; luego bailando; conversando, despidiéndonos. Pero todos estaban tan decididos a enfrentarlos que yo concluí dejar de pensar en ello y tomar, en su lugar, cada gota de sudor para volcarla luego en nuestro desesperado intento de preparación.
La casa de Lenay tenía un patio delantero ingente, callado, quieto, alumbrado por la luna y pulido por su sereno. Nosotros apenas cabíamos ahí dentro. Mirábamos expectantes a través de las ventanas, asomándonos de vez en cuando con la pequeña esperanza de nunca ver nada sino los árboles y su movimiento particular que, en la noche, los hace parecer de todo excepto árboles. Alipio revisaba su escopeta a cada minuto, la abría, la observaba, sacaba y volvía a meterle los cartuchos. El resto estábamos armados con palos, cuchillos, machetes; hasta piedras y calderos, de todo un poco.
Los minutos pasaban. Podía escuchar perfectamente los jadeos de cada uno a mi alrededor. Eso me acongojaba incluso más. Lenay estaba abrazada de mí, lagrimeaba sobre mi camisa y se me encargó el papel de compañero o ayudante. Es una lástima, solo pude ofrecerle una camisa para que derramara sobre ella sus lágrimas; la misma que, con certeza, secará las mías un rato después —creía yo—. Hubo poca palabrería entre los que estábamos allí, pero sí mucho ruido: pies muelleando contra el piso, dientes rechinando todo el tiempo, algún que otro sollozo perdido y breves perretas sin ton ni son que se inventaban los niños; eso era aquella habitación, justo ahí esperábamos.
Muchas veces me he encontrado durmiendo plácidamente, probablemente soñando algo genial, muy ambiguo, pero igualmente increíble; entonces el sueño se ha tornado oscuro y peregrinamente incoherente, una pesadilla. Justo eso sucedió en esa casa, con todos ahí metidos, envueltos en desconsuelo y tragedia. Yo estaba soñando, solo eso, y se me ocurrió olvidar la pesadilla. Tapé el sol con un dedo o más bien con una idea. Pero ya se encargaron el universo y las circunstancias de devolverme la indeseable lucidez que una vez poseí.
Se distinguió el primero, dejando atrás los arbustos del patio y arrastrando consigo algunos bejucos e insectos pegados a ellos. Respiramos profundamente y meditamos, podría decirse, intentando alejar el miedo y la preocupación en un suspiro; envalentonándonos con nuestra propia expresión audazmente procurada. Luego otro ente se dejó ver. Alumbrado por la luna, otro; y luego otro más. Así hasta que ya no quedó espacio para los monstruos en la finca ni nudos en la garganta para nosotros.
Salimos del hogar, dejando atrás a los niños, les pedimos que se escondiesen y no salieran por nada en el mundo. La puerta era demasiado pequeña, nadie quería ser el último, todos matarían por ir primero. Alipio logró atravesar el portal antes. Nosotros lo seguimos impacientes, acompañados por una valentía falsa adornada con enojo y dolor. Al fin y al cabo, ¿qué más da si ello fue verdadero o no? Corríamos, y eso importaba; tropezábamos, y eso importaba; y empujábamos al otro con toda nuestra fuerza intentando retrasarnos mutuamente, amortiguaríamos con nuestros cuerpos lo que les pudiese suceder a los demás, nos protegíamos, y eso era lo único importante.
Para entonces yo iba a la cabeza. Torcí por un instante el cuello, los niños no se quedaron dentro, nos desobedecieron, salieron de la casa. Yo creo que sintieron lo que sus padres: el deseo, la necesidad de intentar y pelear. Soplaba un viento ágil e impávido que desprendía lágrimas de los rostros de la gente; que dispersaba los gritos de guerra y también los de temor en el aire y al final terminaban siendo poco más que simples bullicios de la noche.
Yo los golpearía con un bate de aluminio; Ernesto y Mario con calderos chamuscados en la base; Alipio les pegaría un tiro de los que solía acertar cuando luchó, hace muchos años, en las guerras por la independencia del país; Lenay llevaba su cuchillo favorito. Llevábamos también el deseo escondido de que nuestra valentía, de repente, los hiciera retroceder, pero eso no sucedería nunca. Sin embargo, antes de dar el primer empujón, piñazo, patada, batazo, cuchillada, calderazo, disparo y antes de que los niños lanzaran su primera piedra… todos los monstruos se detuvieron y comenzaron a desvanecerse, hechos polvo que volaría tan alto como el sol alzándose en el este, adornando al alba, esa que hace nada creíamos que no veríamos de nuevo.
Todos quedaron muy confusos. Yo caí de rodillas. Solté el bate. Sonreí. Luego Lenay se acercó y preguntó: “¿qué pasó?”. —Estamos vivos, ¿no?, estamos bien. Eso es lo único que sé y creo que también es motivo suficiente para estar felices—, respondí.
¿Y por qué estamos vivos? Bueno… no soy científico ni religioso. No sé si se les acabó el tiempo y sus átomos murieron, o si este bosque tenía oculta alguna propiedad especial que los hizo desfallecer en un instante. Tampoco tengo idea si Dios los llevó consigo o si Satán los devolvió al infierno. Soy escritor, y yo creo algo un poco diferente. Quizá ellos buscaban algo. Algo que hallaron en todos los sitios pero no pudieron encontrar aquí. Me pregunté si realmente habían surgido de la nada, y creo que no. Estuvieron ahí todo el tiempo, alimentándose de nosotros; de nuestros miedos, de la vanidad, la codicia y el odio, de todo. En nuestro mundo hay pan suficiente como para alimentar a cada uno de esos monstruos. Solo espero que alguien más encontrase algo especial, un lugar real, y haya creado lazos tan fuertes y tan reales con otros que hayan tenido la dicha de haber sido perdonados, incluso, por sus propios demonios.
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Astronautas
LosoweHemos cometido errores; algunos leves; algunos graves... gravísimos. Seguramente continuaremos cometiéndolos, es normal, porque somos humanos. El mundo no siempre es como desearíamos. No siempre tiene la fortaleza para sostener la sonrisa de todos h...