13. Lucian

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Notaba como mi cuerpo se desgarraba, los huesos crujían, estirándose y agrandando, notaba todo mi cuerpo arder, como mis dientes tornaban largos y afilados, el sabor metálico de la sangre se hizo presente en la boca a causa del cambio repentino.

Quise gritar pero salían rugidos roncos de mi boca.

Arañé mis mejillas con las garras, ya no encontraba mis manos, solo afiladas zarpas recubiertas de pelaje negro; pedí ayuda, pero ya era incapaz de formular palabras, gruesas lágrimas surcaban las mejillas, perdiéndose en la negrura del pelaje.

Finalmente había perdido, los síntomas de la maldición habían ganado a mi mente, ya era incapaz de oponer resistencia, Colin tuvo razón, que por mucho que hubiera intentado detenerlo era imposible, la maldición siempre acababa por sucumbir ante todos sus usuarios.

Y estaba solo.

Aquello con lo que luchaba cada día iba ganando en mi cabeza, la claridad mental que había estado manteniendo se desvanecía por momentos, dejando paso aquella parte más salvaje y peligrosa, cada vez era menos consciente de mis actos; gritaba y gritaba, pero no desprendía ningún sonido, quise que todo parara, incluso cuando mis extremidades comenzaron a moverse, largas patas pisaban la tierra, trotando entre los caminos verdes y terrosos.

Un último grito de auxilio, pero no ocurrió nada, no aparecieron y me perdí.

Estaba hambriento, siempre lo había estado desde que recuerdo.

El bosque era un laberinto de maleza, raíces secas y lianas gruesas que colgaban de las copas de los grandes árboles; yo había estado de vigía en las grandes ramas, agazapado, esperando. La corriente caliente hacía sudar el hueco tras mis orejas y la parte interna de mis extremidades, la extensión de mi cola se movía de un lado a otro, con sigilo, pero con impaciencia.

Podría moverme, cambiar de posición, pero espantaría a una posible presa y el hambre comenzaba a ser notorio, más de lo que acostumbraba, los animales escaseaban y el rugido hambriento escapaba de mi boca. Los animales se habían internado en lo más profundo del bosque, donde creían que no los seguiría, pero siempre había algún rezagado, y allí estaría para dar inicio a la caza.

Un escalofrío recorrió mi columna e hizo que el vello se erizase, ignorando aquello, centre mi total atención en mi entorno, completo silencio salvo el sonido de las aves en las copas más altas.

Y en el inicio del claro, apareció. Una joven cierva, con pelaje brillante  de color blanco que comenzaba a pastar, elegante cuello donde clavar los dientes, patas largas y fibrosas, seguramente con un movimiento bien calculado se quebrarían y no podría moverse, podría comer. Con sigilo baje de la rama, y con lentitud fui acercándome, mis dedos sustituidos por garras, largas y gruesas, más fácil de desgarrar y destripar; mi mitad bestia comenzaba a dominar el cuerpo y cuando la cierva se percató de mi presencia en el claro fue tarde, un torbellino de pelaje negro y garras estaba sobre ella.

Sus enormes ojos color del mismo pasto primaveral quedaron amplios y temerosos.

Hundí los colmillos en su cuello hasta que dejó de moverse, la sangre inundaba mi boca, fresa y caliente, la carne estaba tierna y jugosa, digna de un banquete.

Por fin pude saciar el hambre.

Y desperté.

***

No recordaba mucho, había vagos momentos en los que Adelaide me ayudó llegar hasta la tienda, todo mi cuerpo seguía temblando y no fui capaz de meterlo hasta pasadas las horas.

Sangre y LuzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora