Capítulo 2

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 Emma.

Me incorpore de pronto. Mis ojos apenas podían permanecer abiertos, estaba segura de que mi cabello era un desastre y el reloj a mi derecha marcaba las 12 del día.

No había mucho que hacer en un sábado por la mañana, así que no me arrepiento de nada. Reviso mi teléfono, aun sin salir de la cama. Tengo varios mensajes anunciando una fiesta dentro de unas horas y unas amigas invitándome al centro comercial para pasar el rato... antes de la fiesta.

A veces siento que los adolescentes solo viven para esto.

Lo sé, se deja de ser adolescente hasta los 20 y yo apenas tengo 18, así que aun soy una de ellos. Sin embargo, por esta ocasión, paso.

Dejo mi teléfono a un lado después de responder algunos de los mensajes con un simple no iré y me pongo de pie. Lo primero que hago es ir hacia el armario para tomar un par de prendas. Tengo en mente salir al parque y leer poesía.

Después de vestirme, voy hacia el espejo de cuerpo completo y cepillo mi cabello con los dedos. Le pongo encima mi bandana negra favorita.

Antes de salir de mi habitación, tomo la mochila que llevo a todas partes y decido dejar mi teléfono atrás en señal de que quiero estar sola.

Mientras bajo las escaleras, me doy cuenta de que la casa esta vacía. Nada nuevo. Deslizo el iPod fuera del bolsillo de mi mochila y ajusto los auriculares en mis oídos con Nirvana a todo volumen.

Me dirijo al parque que está a dos cuadras de mi casa. Es uno de mis lugares favoritos para estar, el segundo después de mi habitación.

No hay mucha gente a esta hora.

Ahora que estoy aquí, saco el libro de poesía de mi mochila y leo el mismo poema hasta encontrarle un nuevo sentido.

El cielo no está soleado, pero tampoco parece como si fuera a llover, así que no parece que ya sea medio día.

—Otro cielo —leo en voz baja el poema de la siguiente página, siendo el autor Mario Benedetti.

Estaba haciendo equilibrio en la orilla de la acera, cuando un auto negro que venía a toda velocidad, se detuvo abruptamente al lado mío. Yo me estremecí y deje que mis pies tocaran el pavimento entre la calle y el pequeño escalón que forma la banqueta, antes de caerme.

Del auto, que parecía ser lujoso, se bajaron dos hombres completamente vestidos de negro y con la mitad de su cara cubierta. Uno de ellos, el que tenía unos hermosos ojos verdes, vino hasta mí.

—¿Eres Emma Hudson? —me pregunto. Su voz sonaba grave y ronca, no estoy segura de que se deba al cubre bocas.

Yo me cruce de brazos y lo mire, retándolo.

—No —fue mi respuesta, contraria a todo pronóstico. Sentí que el sabía algo que yo no y eso no me gustaba.

—Estas detenida —dijo él.

El otro hombre vino hasta mí y me jalo del brazo, guiándome hasta el frente del auto.

Me quitaron el bolso de la espalda y el cable de mis auriculares colgaba desde el bolsillo de mi pantalón hasta el suelo. Pusieron ambas manos detrás de mí, el sonido de las esposas llego hasta mis oídos. Me forzaron a reclinarme sobre el metal del auto.

—¿Qué rayos está pasando? ¡No voy a dejar que me esposen! ¡Conozco mis derechos! ¡Yo no he hecho nada! — grite, esperando que cualquier alma que estuviera pasando, me defendiera.

No sucedió.

Me retorcí, pero era difícil librarme de sus manos enormes.

Fue entonces cuando lo comprendí.

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