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Leo se había asombrado por el sueño que ella tuvo; era bastante raro, pero fue, según él, producto del trauma sufrido por la horrida muerte de su hijo en manos de aquellos bichos. Eso hasta a ellos les había dado escalofríos de ver. La mujer había descrito haber visto a algunos presentes del subterráneo donde actualmente ellos estaban, pero dentro de un local bastante elegante; tanto que parecía un hotel de lujo. Estaban peleando con una figura la cual no recordaba bien, y una mujer de blanco que estaba al lado de ella le dijo las siguientes palabras: «Adviérteles, que sólo ellos podrán darnos luz». Poco después se acercaron tanto Sergio, como Melanie —quien se sentía mejor—, y se sentaron en esa misma banca a escuchar.

—La verdad es fascinante —dijo Melanie.

—Es raro —dijo Leo—, pero interesante.

—Fue eso —dijo el hombre de las Doritos—, y la verdad, espero que no sea un mal presagio; y que signifique un final para esto.

—Yo creo que es probablemente por lo que vivió hoy —repuso Leo—; desde el día en el que mis abuelos murieron, soñé que ellos seguían vivos en secreto y solamente habían fingido su muerte. Eso fue por unos meses, hasta que mi cerebro lo asumió.

Sergio, tanto como Melanie lo observaron como si afirmasen que definitivamente eso ocurre en ese tipo de casos.

—Por mi parte ocurrió en la muerte de mis abuelos, y después en la de mi padre; quien fue un trabajador de toda la vida —dijo Sergio—. Espero que se encuentre en un buen lugar. —agregó persignándose.

—Espero lo mismo. —dijo Leo.

—Esperemos —agregó Melanie—, la verdad, espero que mis padres se encuentren bien.

—No pienses en eso, te aseguro que estarán bien. —dijo Leo, mintiendo acerca de su seguridad, ya que no sabía qué pasaría en la superficie.

—¿Aún hay comida? —dijo el hombre de las Doritos.

—Sí —respondió Leo—, la hay.

—Démosle un poco a Jessica —dijo el hombre—; por cierto, me llamo Diego Zaracinni.

—Un gusto —replicó Leo.

Diego había agarrado un par de bolsas de Doritos que había desparramadas por el suelo, y se dirigió a la mujer para dársela. El trío lo siguió en todo su trayecto. La mujer comió sin emitir ni una sola palabra en el frío silencio que había en el lugar. Leo no pudo evitar en pensar la situación desde su punto de vista, y se le revolvía el estómago de tan sólo ponerla en su mente.

El Chihuahua de Melanie comenzó a ladrar hacia otro de los vagones, y era el mismo lugar donde Diego había escondido el torso del niño. Leo apunto su linterna hacia ese lugar, sin lograr ver nada más que penumbra. ¿Me atreveré a ver qué hay ahí? Pensó. Se sentía un aire tenso en el lugar, mientras que se oían ruidos provenir de la zona específica.

—¿Qué pasa? —preguntó Sergio.

—No lo sé —replicó Leo mientras caminaba lentamente al lugar. Poco a poco comenzaba a sentir un olor a podrido proveniente de ahí, quizás de la escena del crimen. Pudo vislumbrar una leve mancha de sangre en el suelo, de un color bordó oscuro, junto a un hilo de moco que se dirigía hacia la silla.

—¿Ves algo? —preguntó Sergio.

—¡Quédense allá! —ordenó Leo. Avanzó un poco más hasta encontrar el torso del niño; de él habían emergido arañas pequeñas de a cien, desintegrando gran parte del mismo en lo que era una masa amorfa. Leo dio un pequeño salto hacia atrás del susto, y después de unos ligeros escalofríos, comenzó a aplastarlas una a una, aunque la mayoría se escapó por la ventanilla entreabierta del vagón.

—Tengo problemas —dijo Leo en un tono—

—¿Qué fue eso? —inquirió Sergio.

—No me creerás —dijo Leo—; del cuerpo salen un montón de arañas.

—¡A la mierda! —exclamó Sergio, atónito— ¡Saquémoslo!

Leo miró a su alrededor, y encontró los cojines bajo la ventanilla entreabierta del tren. Él pensó que podía intentar con algo de fuerza sacarlo, y después echar el cadáver del niño fuera del vagón, y así no arriesgarse a que al tocarlo, en algún momento su mano se transforme también en arañas.

—¡El acolchado! —exclamó, señalando las sillas.

—¡Vení! —ordenó Sergio—; ¡Con fuerza: yo de este lado, vos de aquel!

Ambos tomaron el cojín de algún lado, y tiraron hacia arriba hasta sacarlo del lugar. Lo colocaron al lado del cadáver, y apretaron el cojín hacia la silla opuesta para que suba a este. Una pequeña parte del cadáver se deshizo con la presión, quedando estampado en el plástico de la silla, pero el resto fue recogido. Al ver eso, Leo tuvo un ligero reflejo nauseabundo, pero se contuvo.

—¡Saquémoslo! —ordenó Sergio.

Leo asintió, y ambos colocaron el cojín justo al lado de la ventana, haciendo que tanto el cuerpo como lo que quedaba de las arañas cayeron fuera, encima de las vías junto a un sonido que sonaba pegajoso, similar a «Plop».

—Buen trabajo —dijo Leo.

—Problema resuelto —replicó Sergio, y ambos regresaron al vagón en el que se encontraban antes de lo ocurrido.

Tren sin destino © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora