𝐈

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𝕮𝖆𝖕𝖎́𝖙𝖚𝖑𝖔 1:
𝔘𝔫 𝔞𝔪𝔞𝔯𝔤𝔬 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔱𝔞𝔯.






Era mañana perfecta, con un sol radiante que iluminaba cada rincón del jardín. El cielo, de un azul profundo, sin una sola nube, daba la impresión de que el día estaba hecho de cristal, inquebrantable y eterno.

En la moderna mansión ubicada en el distrito Beverly Hills, en el condado de Los Ángeles, estado de California, Estados Unidos. Vivía un joven, él estaba sentado en el suelo con la hierba fresca y húmeda acariciando su piel. Su cabello castaño claro caía en desorden sobre su frente mientras descansaba su cabeza en el brazo, adormilado por la serenidad del entorno.

Tenía dieciocho años, los cumplía hoy, y por eso el jardinero le había permitido cortar las flores sin impedimento. Este joven tenía la intención de regalarlas a su papá (O), a quien sorprendería con su visita. Se levantó lentamente, sacudiendo el polvo de sus pantalones, y se dirigió al rosal más cercano.

Un par de rosas y el ramo estaría listo.

Tomó entre sus dedos una rosa roja, tan roja como la sangre recién derramada, y mientras la cortaba, se pinchó con una espina oculta entre los pétalos. El dolor fue agudo y repentino, y él soltó la flor, que cayó al suelo. Observó su dedo, del que brotaba una gota de sangre, roja y brillante bajo la luz del sol.

¿Las rosas son las flores del amor?

A su papá le encantaban las rosas. Pero el joven no las prefería. Tal vez, pensó, era porque las rosas eran las plantas más imperfectas que conocía. ¿Qué tenían las rosas que las hacían tan especiales? No es que fueran feas, ni que olieran mal; de hecho, su aroma era delicioso. Pero eran molestas. Tal vez eran sus espinas, o sus pétalos frágiles lo que no le gustaba de ellas.

El joven miró la flor en el suelo, el dolor en su dedo latía, se llevó el dedo a la boca para lamer la sangre que emanaba y sintió el sabor metálico en su lengua. Con la otra mano, ahora más cauteloso, recogió la rosa por el tallo, evitando cuidadosamente las espinas.

El joven puso la rosa en su cesto de mimbre junto con las demás flores más bonitas. Con el corazón latiendo un poco más rápido de lo normal, él se dirigió hacia el ala donde se encontraba la casa de su papá omega.

La mansión era imponente, dividida en tres alas que parecían tres casas independientes dentro de una misma.

En el camino hacia la casa de su papá, él notó una presencia inusual que lo hizo detenerse en seco. Allí, de pie bajo la sombra de un árbol, estaba el chico rubio cuyos ojos celestes lo miraron. Su corazón se encogió de disgusto al reconocerlo. Era una figura que detestaba ver: su hermanastro, Nathaniel, había aparecido inesperadamente en aquel lugar.

El joven deseaba con todas sus fuerzas evitarlo. Quería huir, esconderse en cualquier rincón donde Nathaniel no pudiera molestarlo, pero sabía que no era posible. Primero, porque los ojos agudos de Nathaniel ya lo habían visto, y segundo, porque tenía que pasar por allí si quería ver a su papá. No había otra opción.

Nathaniel se acercó rápidamente, su sombra alargándose tras él, como si quisiera atraparlo. "¿A dónde vas tan apresurado, Su Jin?" preguntó.

"Voy a visitar a mi papá," respondió Su Jin, rápidamente.

"¿A tu papá? Qué adorable." Nathaniel esbozó una sonrisa burlona. "Pero te tengo malas noticias, hermanito. Nuestro padre te está buscando." La mención del padre (A) lo dejó helado por dentro.

Cautivos del Destino. (YAOI | TÓXICO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora