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CAPÍTULO 22: caminar sobre cáscaras de huevo. ⚠

《ADVERTENCIA DE CONTENIDO.》


Sus manos se apoyaron al borde del lavabo, apenas reconociéndose en la extensión de sus dedos pálidos que tiemblan. La piel bajo sus párpados está oscura. Quizá el cansancio acumulado, las noches de insomnio o el llanto hasta la madrugada.

Tiene una tormenta oscura, apretando su garganta. Las vejaciones y maltratos sistemáticos le han vulnerado su autoestima. Se siente disminuido. Sin voluntad de nada.

Sabía que se estaba matando. Lo ha sabido todo el tiempo, desde la primera vez que cedió, que tragó una de esas pastillas. Al principio, lo adormecían, lo arrancaban el dolor por un rato. Era tan fácil, tan adictivo. Y las extraña.

Sus manos tiemblan solo de pensar en eso, en el alivio falso que sentía. El doctor que trae ese hombre, le suelta la misma mierda de siempre. Que "mantenga la mente ocupada". ¿Ocupado? ¿Con qué, exactamente? Apenas tenía fuerzas para mantenerme en pie. Decidió intentarlo y se dejó de esas cosas. Pero cuando está cerca de ese hombre, siente que se paraliza, que se ahoga. Se le entumecen las manos, transpira. Lo recuerda bien. Recuerda que su pareja lo dejó tirado en la cama de su cuarto, llorando, sangrando, adolorido. Su marido había abusado sexualmente de él. A partir de ese día, momentos como esos se han repetido incontables veces, más ahora que vivían alejados de una ciudad, en soledad. Y desde entonces, ha pensado reiteradamente en cómo acabar con su vida.

Una noche el hombre no volvió a la casa. Se enteró de que se había ido por trabajo. Pero él regresó semanas después sin darle explicaciones, siempre era así, muy silencioso. Más allá de los golpes, del dolor físico que le produjeron todas las lesiones en su cuerpo, le preocupó que desde la última noche le doliera el pecho. Era un dolor, pero como un miedo. Como si le faltara la respiración, inquietud molesta. Desde esa semana, desde entonces, esa sensación siguió en su cuerpo cada noche y cada mañana, a veces dejaba de sentirla, pero siempre regresaba.

Empezó a sentir, muy seguido, como si se le estuvieran durmiendo las manos, o el pecho, o el cuello y la cabeza. Ya sabe cada cuando viene y se asusta. Entonces le provoca dormir para no pensar, no hablar, no verlo. No despertar.

Piensa mucho en tener una cuerda, en tener un cable, en tener un alambre. Piensa en cómo va a ponerse una cuerda en el cuello. Piensa en el palo de la enramada, el palo que puede acabar con su vida, piensa en si mismo muerto.

Es lo mismo casi siempre. Es lo que piensa una y otra vez. Pero... Cuando se ve ahí, muerto, ve a su papá... llora y entonces... entonces ¿qué está pensando? Su papá lo necesita. Su papá solo lo tiene a él.

Ese pensamiento es lo que aún lo mantiene existiendo. Pero cuando llega el hombre ese, y lo lastima, sabe que al otro día va a tener un peso en el pecho que no le va a dejar respirar, que duele, que va a volver a pensar cosas feas y que va a volver a pensar que yo no debería seguir vivo.

Así fueron casi tres meses y un poco más. Intentó, en ese tiempo ha intentado un par de veces más acabar con su vida, pero como la primera vez, cuando ya tenía todo listo, no lo hacía. Solo dejaba eso así, se baja de donde estaba y se quedaba sentado en el suelo, hasta el anochecer.

Ya son cada vez menos las veces que el hombre viene. Esta semana no se le ha visto por ahí, pero a lo que se lo nombran, él tiembla.

Se lanza al agua del grifo con fuerza, sin compasión, golpeando el rostro contra sus manos mojadas, una y otra vez. Aprieta las manos hasta que las uñas casi desgarran la piel, sujetando con desesperación la única imagen que quiere borrar: el reflejo de sí mismo. Ese rostro herido, con el labio partido y las sombras violáceas bajo los ojos, ojos que detesta porque en ellos aún ve el rastro de lo que Alekzandr le hizo. Lo sigue viendo, aunque lo odie, aunque quiera olvidar. Lo sigue viendo y no hay agua que le quite esa vergüenza clavada en el pecho.

Cautivos del Destino. (YAOI | TÓXICO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora