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El percance del desayuno desapareció pronto mientras Rosinante continuaba afuera

—Entonces dices que sufres de presión baja. Y no te gustan los climas fríos.

—Sí.  Soy muy sensible a las bajas temperaturas —dijo modesta para no admitir que se moría de frío.  

Echado a lo largo de la cama de estómago, se mantuvo jugando con sus piernas mirándola sonriente. Era bueno que ella tuviese esa debilidad. Ya no tendría que perseguirla por el palacio para tener un poco de su atención si se estaba quieta en un solo lugar. Si no la acosaba demasiado no lo expulsaría o huiría, por lo que sólo le restaba controlar su impulso de idiotez. Facilito. 

—Dame tus manos un momento. 

—No. Vas a besarlas o lamerlas. Olvídalo. 

El pirata se largo a reír, mentiría si negaba que se encontraba tentadísimo. —No lo haré. Confía en mi. 

—No confío en ti. Dudo mucho de tu credibilidad— Aunque Rosinante le había insistido que su hermano era completamente sincero acerca de gustar de ella, Montbretia no se compraba esos cuentos chinos. 

Tenía en claro que era un maníaco demente el cual disfrutaba viendo a otros complicados. Seguro que se divertía con todo tipo de desgracias ajenas y el sufrimiento de los demás, por lo que en cuanto supiese que su pecho estaba latiendo fuertemente por él se aprovecharía de ella sin ninguna contemplación. Y ese definitivamente sería su fin. 

Doflamingo estiró sus manos, ofreciéndolas a que ella decidiese tocarlo. 

Ella hizo una mueca. Parecía un niño que espera a ser recompensado. Montbretia le dio sus manos y se crispó inmediatamente, pudiendo sentir una electricidad incomparable nublando sus canales sensitivos. Aquello era como una droga. Sus manos eran cálidas y grandes, el hombre sólo las cerró aprisionando las suyas. 

En su cabeza como por arte de magia, su minimalista habitación se llenó de corazones por doquier, todo olía más dulce y el descomunal hombre delgado parecía a sus ojos todo un galán de telenovelas. Sus gestos burlescos desaparecieron para volverse facciones de ensueños: mentón robusto, cejas muy pobladas y definidas, cabello sedoso, una sonrisa galanezca y brillante. Montbretia sacudió su cabeza para hacer desaparecer semejante ilusión visual pero cuando todo volvió a la normalidad se trastornó otra vez. 

Parpadeó repetidas veces aturdida por toda esa cantidad excesiva de hormonas alocadas que su propio cuerpo estaba produciendo. Cosas que deberían incomodarle comenzaron a desaparecer, como esos horrorosos pelos de sus piernas, la grotesca sonrisa e incluso los lentes estrafalarios se volvieron unas gafas tipo aviadores. 

—¿Qué sucede?— Le preguntó al verla aturdida. 

También su voz fue considerablemente alterada en su cabeza. Doflamingo poseía una voz grave, seca y socarrona. No era desagradable pero tampoco era su preferida. Su cerebro trasformó ese tipo de voz en una sedosa, como música en sus oídos, escuchó colores, bellos colores atractivos. 

—Creo que te hace pésimo el mal clima—. Se quitó su abrigo, soltando sus manos frías la abrigó con su plumaje rosa chillón volviendo a tomar sus manos.

Su amable gesto se transformó en una escena ultra melosa en su cerebro. Necesitaba parar. 

Recuperó sus manos. Si evitaba el contacto físico como había hecho hasta ahora, no tendría esas alucinaciones dedujo para sí. —Beberé algo de café. 

Peligroso. De toda la experiencia Doflamingo hasta entonces, echarlo era la peor acción a seguir. Debía dejar que se aburriese solo o que se distrajera con algo más o su corazón seguiría contentándose con un sueño de felicidad y amor tan dulce como el algodón de azúcar.

Mi Emperatriz.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora