Capitulo 14.

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— Ya es hora de comer?

James volvió la cabeza al oír la pregunta de Amelia. Sin darse cuenta, su dedo índice sobresalió del gatillo de la taladradora y estuvo a punto de clavarlo en la pared.

Apartó la mano y se llevó el dedo herido a la boca para aliviar el dolor del corte.

— Ese dedo está sucio, James. No deberías meterlo en la boca —le dijo Amelia con los brazos en jarras.

— No, mamá —repuso él, apartando los pensamientos que le hacían perder la concentración. Pensamientos sobre aquella mujer. Sobre sus labios. Sobre cómo conseguía que el pulso le latiera con más rapidez de la que debía.

— Hola —dijo ella, moviendo una mano delante de sus ojos hasta que lo vio parpadear—. Hoy pareces encerrado en tu mundo.

— Lo siento.

— Quieres comer si o no?

— Desde luego. En qué has pensado?

— Un sándwich de atún y pepinillos. Tal vez un helado gigante.

James la miró como si hubiera perdido el juicio y ella se encogió de hombros.

— Desde que llegué a los Estados Unidos, tengo antojos muy raros.

El hombre achicó los ojos y miró su estómago plano. Pepinillos y helado? No, no podía... No era posible que...

— Hay alguna razón para tales antojos? —preguntó con suspicacia, prendido por los celos que sentía el pensar que ella pudiera estar embarazada de otro hombre. Esa era la razón de que hubiera salido tan repentinamente de África?
Amelia soltó una carcajada.

—Tranquilo, James. Mis antojos no tienen más razón que los extraños caprichos de mi estómago.

— Amelia —dijo él, no muy convencido—, ya sabes que, si necesitas ayuda, yo siempre...

— No estoy embarazada. Francamente, sería imposible que lo estuviera a menos que hubiera podido hacerlo por osmosis.

El hombre sonrió y deseo no haber sacado aquel tema. Nunca se había sentido cómodo hablando de la vida sexual de ella. Ni siquiera cuando eran jóvenes y el terminaba empujando alguna de sus citas por intentar propasarse.

— No ha habido nadie en serio, eh? —preguntó con aire casual.

— No en muchos años —repuso ella con un suspiro exagerado.

— Deberías buscarte a alguien —dijo él, muy serio.

— Cómo lo has hecho tú, eh?

— El matrimonio te iría bien.

— Por qué?

— Te daría...

— Raíces? No dejas de hablar como si fuera una planta.

— Tu misma admitiste que empezaste a cansarte de ir de un sitio a otro.

— Y por eso pienso abrir mi tienda de dulces.
James la miró con suspicacia.

— Sigo pensando que todo esto es una locura. Qué sabes tú de caramelos?

— No son solo los caramelos, James. También chocolates.

— Y qué sabes tú de chocolate?

Los ojos de ella brillaron con tal regocijo que el hombre se puso de inmediato en guardia. Amelia le tomó la mano y tiró de él hacia la puerta.

— Ven conmigo y te lo mostraré.
Regresaron a la casa en el coche de él.
James se quitó el cinturón convencido de no haber tenido la cabeza muy despejada cuando le permitió conducir a Amelia. Ni siquiera sabía cuando había sido la última vez que está se había puesto al volante.

— Deberías tomar lecciones de nuevo —dijo, mientras la seguía hacia la entrada de la casa.

— Por qué? No he atropellado a nadie —hizo una pausa—. Todavía.

— Y qué tiene que ver esto que ver con tus conocimientos de chocolate? O me has traído hasta aquí para ese sándwich de atún que tanto querías?

— A decir verdad, pienso hacer las dos cosas. Pero antes quiero que te tragues tus palabras sobre el chocolate —musito ella.

Lo condujo hasta la sala de estar y le dijo que la esperara en el sofá.

Hasta que no se dejó caer en el sofá no se dio cuenta de lo cansado que estaba. El trabajo físico que requería el edificio había puesto a prueba músculos que no estaba acostumbrado a utilizar, y sus esfuerzos por tener al día el trabajo en la oficina exigían de toda su energía mental. Ambas cosas, combinadas con el hecho de que cada vez le costaba más trabajo dormir por las noches. Hacían que estuviera agotado.

Bostezo.

— Cuánto va a tardar eso? —pregunto; se quitó los zapatos y se tumbó en el sofá.

— Sólo unos minutos. He traído algunas muestras conmigo, así como los ingredientes necesarios para las recetas.

— Ingredientes? —coloco un cojín bajo la cabeza.

— Del mejor chocolate suizo.

— Ahh —repuso, aunque, en realidad, no entendía nada.

Suponía, por otra parte, que no era necesario. Amelia tenía la capacidad de conseguir lo que quería, así que estaba seguro de que lo había comprendido todo antes de que terminara su demostración.

La joven salió del dormitorio con un montón de cajas de chocolate y paquetes de ingredientes etiquetados en media docena de idiomas. Pero cuando entro en la sala, descubrió que James se había evaporado.

Frunció el ceño y penetró más en la estancia; al fin lo vio tumbado en el sofá. Estaba dormido.
Dejó sus cosas sobre el mostrador que separaba la sala de la cocina y se acercó de puntillas a mirarlo.

Pobrecito! Los últimos días habían sido duros para él. Se sentía culpable por la parte que le correspondía. Bueno, culpable exactamente, no. Pero suponía que era una egoísta al hacerle trabajar de aquel modo.

A decir verdad, la economía tenía poco que ver con su insistencia en buscar ayuda. Por mucho que James pensara que su amistad seguiría siendo la misma, Amelia sabía que todo cambiaría en cuanto se casará. Aunque pudiera tenerlo a veces para ella sola, Anne estaría siempre presente. En su calidad de esposa, tendría más derechos que ella.

Una lástima.

Apoyó la barbilla sobre los codos y aprovecho esa oportunidad para observarlo sin que él la viera.

De jovencita lo había adorado. Siempre había sido su héroe y lo había endiosado fuera de toda proporción.

Pero al crecer se había dado cuenta de que sus expectativas no eran justas para él. Era un hombre con sus defectos y sus necesidades. Un hombre de carne y hueso, aunque tenía que admitir que su carne y huesos se hallaban muy bien formados.

Te Quiero para míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora