Una batalla sangrienta

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13 de enero.

Me he pasado el día entero escribiendo sobre Félix y la clase y el récord. A veces, desde que me puse enfermo esta última vez, simplemente me siento cansado. Todo lo que deseo es hacerme un ovillo y ver películas, o leer un libro, o escribir y escribir y no tener que pensar. Hoy ha sido así. Papá ha llegado temprano del trabajo, para que mamá pudiera llevar a Ella a comprar zapatos. Ha estado bien tener a papá para mí solo. Incluso si todo lo que ha hecho ha sido leer su libro. Y ahora mamá y Ella ya han vuelto.

—¡Por fin en casa! —dijo mamá. Mi madre odia comprar cosas con Ella. Siempre se pelean. Dejó caer las bolsas al suelo y nos miró—. ¿No os habéis movido desde que nos hemos ido? Sam, ¿qué se supone que haces? ¿Escribir una novela?

Cerré mi libreta. No quería que mamá viera qué estaba haciendo. Mamá se altera mucho. Ya sé cómo se altera por algunas de las cosas que he escrito. Como las preguntas. Papá simplemente ignora esa clase de cosas, pero mamá llora.

—Es para el colegio.

—De repente estás haciendo un montón de trabajo para el colegio, ¿no? Papá alzó la vista.

—No ha hecho otra cosa que escribir toda la tarde —dijo, subiéndose las gafas en el puente de la nariz—. Si estás invirtiendo tanto esfuerzo en los deberes, ¿no te parece que ya es hora de que vuelvas al colegio? Esa pobre mujer ya lleva bastante tiempo viniendo aquí.

—A mí me gusta la señora Willis —dije a toda prisa. No quiero volver al colegio. Todos los niños me miran y me hacen preguntas: «¿Cómo es que te dejan irte a casa cuando te cansas?» o «¿Realmente estás tan enfermo?»

—Daniel... —terció mamá con tono de advertencia. Mi hermana miraba fijamente. Papá negó con la cabeza.

—Es ridículo. Cualquiera puede ver que Sam está ahora mucho mejor. Es una tontería tenerlo aquí encerrado sin nada que hacer.

—Tengo montones de cosas que hacer —dije—. Papá, no hace falta. Estoy bien.

—Daniel... —repitió mamá. La sonrisa se había evaporado de su rostro—. Daniel, no empieces otra vez con todo eso, por favor. Delante de los niños, no.

Ella tironeó de la manga de mi madre. —¿Mamá? ¿Mamá? ¿Qué pasa, mamá?

Mi madre no contestó. Estaba mirando a mi padre, que parecía sentirse culpable y decidido a un tiempo.

—No creo que ese doctor supiera de qué estaba hablando —afirmó—. Sam está muy bien. No tenéis más que verlo.

Todos me miraban. Ella gritó: —¡Sam!

Me llevé una mano a la cara. La tenía llena de sangre.

Mamá le dirigió una rápida mirada a papá, como si fuera culpa suya. Pero no lo era. Se acercó y se arrodilló a mi lado.

—Muy bien, Sam. Inclínate hacia adelante. Eso es. No es más que una hemorragia nasal. Daniel... ¡Daniel! No te quedes ahí sentado; ve a buscar pañuelos de papel. Muy bien, Sam.

Sangro un montón de veces por la nariz. Lo odio. Odio que todo el mundo esté pendiente de mí. Que Ella ayude para marcarse puntos, pasándole pañuelos a mamá. Que mamá me diga qué tengo que hacer, como si no lo supiera. Y papá, ahí sentado, sin moverse. Observando con esa expresión un poco rara en la cara.

Agaché la cabeza e imaginé que un viento muy fuerte había barrido la casa y se los había llevado a todos. Miré en cambio las gotas de sangre, que seguían cayendo de mis manos ahuecadas al suelo, tic, tic, tic.

Y ahora estoy atado a un portasueros. Eso también me pasa muchas veces.

Cuando mi nariz dejó de sangrar, mamá llamó a Annie. Annie es mi enfermera especial, del hospital. Está loca. Va a todas partes en una Vespa de color rosa. Se hace llamar Drácula porque siempre le está extrayendo la sangre a los niños para analizarla.

—Bueno, ¿qué andas haciendo últimamente? —me preguntó cuando se sentó a mi lado para sacarme una muestra de sangre. Me quité la camiseta para que pudiera accederá mi catéter. Un catéter es un tubito largo y delgado que llevo clavado en el pecho. Lo usan para sacarme sangre y para darme cosas a través de él. Es bastante aburrido, pero es un rollo porque siempre está ahí y nunca puedes olvidar que estás enfermo.

No sé qué esperaba Annie que le contestara. Pensé en todo lo que estaba ocurriendo: este libro, las cosas que Félix y yo hemos empezado a hacer, mis preguntas, papá diciendo que el doctor Bill se había equivocado y que después de todo iba a ponerme mejor.

—Nada —le contesté.

Cuando Annie se fue, el ambiente siguió siendo sombrío. Lo que suele pasar cuando tengo hemorragias nasales es que me hacen una transfusión de plaquetas — más o menos una vez por semana—, pero antes tienen que analizarme la sangre. Así pues, mientras esperábamos los resultados, mamá hacía ruido con los cacharros, enfadada, y papá trataba de pasar inadvertido en la cabecera de la mesa, sin lamentar lo ocurrido. Finalmente, entró en la cocina con mamá. Mi hermana y yo los oímos hablar en voz baja, pero no supimos decir si se estaban peleando o reconciliándose.

Y sí que necesitaba plaquetas. Annie acababa de traérmelas del hospital. Son amarillas y gomosas y vienen en una bolsa flexible, como la sangre. Enganchas la bolsa en un palo de metal2 y entran a través del catéter. Son los las células de la sangre que intervienen en el proceso de la coagulación e impiden que te desangres cuando te cortas.

Eso es todo lo que puede decirse de las plaquetas, en realidad.
2 Se llama portasueros. Tengo mi propio portasueros con pegatinas de vampiros por todas partes. En realidad, no te atan a él, sólo da esa sensación.

Esto no es justo - Sally NichollsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora