Ser un adolescente

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1 de enero

Ayer volví a ir a casa de Félix, a pasar la tarde. Félix nos abrió la puerta. —¡Hola! —dijo. Saludó con la cabeza a papá—. Hola, papá de Sam.

—Hola, amigo de Sam —contestó papá, muy serio. Félix le gusta—. Sam, te recogeré después del té, ¿vale?

Lo despedimos con la mano hasta que llegó al coche.

—Ad ios... ad ios... ya se va... se va... ¡se ha ido! —Félix cerró la puerta y se volvió hacia mí—. Y ahora, ¿qué?

Fuimos a la habitación de Félix. Está en la planta baja, como la mía, y parece una auténtica habitación de adolescente. Las paredes están pintadas de negro y cubiertas de postales y carteles de grupos de rock con el pelo negro y lacio y piercings. La puerta tiene cinta adhesiva amarilla pegada y un letrero que dice: «peligro:

BOMBA SIN EXPLOTAR».

Siempre me siento raro en la habitación de Félix. Pienso en mi habitación, con los muebles azules, los tres estantes de libros, el alféizar de la ventana con el barco en una botella y mis mejores maquetas de Warhammer y trocitos de cuarzo y fósiles de Robin Hood's Bay. Félix va dos años por delante de mí en el colegio y se supone que tendría que estar en secundaría. Pero yo tengo once años y él trece. No es mucho mayor que yo.

—¿Qué pasa? —preguntó Félix. Me estaba mirando.

—Nada —contesté, y luego añadí—: Estaba pensando en mi lista. «Ser un adolescente.» —Titubeé—. Fue una estupidez poner eso.

—Es bastante difícil sin una máquina del tiempo —admitió Félix—. ¿Y quién iba a malgastar una máquina del tiempo en ser un adolescente? —Me miró y rió—. ¡Anímate! La parte más importante es hacer esas cosas, en realidad, ¿no? Ponerse a beber y a fumar y tener una novia. —Rebuscó en el bolsillo de la silla y empezó a sacar cosas. Un teléfono móvil, un puñado de envoltorios de Starburst y un mapa de Newcastle.

—¿Qué haces? —pregunté con suspicacia.

—Hago que todos tus deseos se conviertan en realidad —contestó Félix. Encontró un arrugado paquete de cigarrillos y sacó uno—. Toma.

Cogí el cigarrillo y lo sostuve entre dos dedos, como hacen los fumadores. Félix se inclinó hacia mí y lo encendió. Dudé, y luego me lo llevé a la boca y di una calada. Me supo a caliente, a amargo y a humo. Mantuve el humo en la boca todo el rato que pude soportarlo, para asegurarme de que contaba, y luego lo exhalé, tosiendo y resoplando. Félix sonreía de oreja a oreja.

—¿Te gusta? —quiso saber.

—No está mal —dije, incómodo—. ¿Dónde...? —Blandí el cigarrillo, buscando un sitio en el que apagarlo.

—¿No quieres el resto? —preguntó Félix.

—Ya tengo bastante —repuse. Iba a decir que fumar provoca cáncer, y entonces me di cuenta de lo estúpido que era decir algo así. Félix apagó el cigarrillo contra el brazo de la silla de ruedas. En realidad, no fuma muy a menudo. Tan sólo le gusta la pinta que tiene cuando lo hace.

—Bueno, vámonos —dijo—. Pásame mi abrigo... Ahí... Estás sentado encima. Está ahí. —No me moví, y repitió—: Vámonos.

—¿Adónde vamos?

—A hacer las demás cosas, por supuesto —respondió con impaciencia—. Pero date prisa. Antes de que venga mamá y nos encuentre algo que hacer.

Emprendimos la marcha calle abajo. Yo empujaba a Félix, que indicaba el camino.

—Gira a la izquierda. Cruza la calle. ¡Vamos, rápido! ¡Más rápido! ¡No me digas que no puedes ir más rápido!

Esto no es justo - Sally NichollsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora