El espía francés o la historia de cómo conocí a Félix.

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¿Recuerdan que les dije que recopilo historias, justo al principio? Las verdaderas son las mejores. Ésta es una historia verdadera. Es la historia de cómo conocí a Félix.

Fue el año pasado, cuando estuve en el hospital durante seis semanas enteras. Sólo llevaba allí un par de días cuando lo conocí. Era por la noche y en toda la planta de niños reinaba un ambiente sombrío, de final de jornada. Estaba tendido en mi cama con la puerta abierta, para poder observar el pasillo. No había gran cosa que ver. La mayoría de la gente se había ido a casa. No estaba leyendo ni viendo la televisión ni jugando con la Gameboy. Sólo miraba los reflejos de las luces en el suelo del hospital, sintiéndome cansado, aburrido y un poco triste, cuando pasó un niño en una silla de ruedas.

Era muy flaco y un poco mayor que yo. Llevaba pantalones de chándal, una camiseta negra y una boina negra ladeada sobre una oreja. Lo hacía parecer un espía francés o alguien de la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial.

Actuaba como un espía, además. Se impulsó hasta el final del pasillo, donde estaba el puesto de enfermeras. Asomó la cabeza en la esquina, muy rápido. Luego dio marcha atrás de nuevo por mi pasillo. Y entonces volvió a hacer lo mismo. Debió de haber decidido que no había moros en la costa, porque desapareció al doblar la esquina. Pero no tardó en aparecer otra vez, retrocediendo a toda velocidad como si todos los nazis del hospital lo persiguieran. Me senté en la cama, esperando ver a alguien ir a por él, pero no lo hizo nadie.

Supuse que estaba haciendo teatro, porque en realidad no le hacía falta ir hacia delante y hacia atrás de esa manera sólo para , asomarse por la esquina. Me incliné en la cama, preguntándome qué haría entonces.

Y en ese momento se volvió y me vio observándolo.

Nos miramos fijamente a través de la puerta abierta de mi habitación. Él se quitó la boina y se inclinó ante mí, tanto como se lo permitió la silla de ruedas. Fue entonces cuando vi que se le había caído el pelo, y supe que tenía cáncer. Seguí mirándolo, hasta que caí en la cuenta de que esperaba que yo hiciese algo. Así que me incliné yo también, muy serio. Luego alcé rápidamente la vista para ver qué hacía.

Se llevó un dedo a los labios para indicar que no debía decir nada. Asentí con la cabeza. Él también lo hizo, y volvió a encasquetarse la boina. Entonces me hizo una especie de saludo con dos dedos, como para decirme «Hasta la vista, camarada» o algo parecido. Luego se dio la vuelta y volvió a dirigirse hacia el puesto de enfermeras.

Me quedé ahí sentado, esperando. Estaba seguro de que volvería a verlo.

Sólo hacía medio minuto que se había ido cuando volvió a aparecer, avanzando marcha atrás de forma frenética. Sólo que esa vez vino derecho a mi habitación y entró en ella. Buscó a tientas el borde de la puerta con los dedos, lo encontró y cerró de un portazo.

Al otro lado, oímos el ruido de la cama de alguien que traqueteaba pasillo abajo. Nos quedamos ahí sentados, yo en la cama y él en su silla, mirándonos fijamente.

Sentí vergüenza. Félix no. Félix nunca tiene vergüenza. Yo nunca me habría metido en la habitación de un niño desconocido sin antes preguntar si podía pasar, pero él no estaba en absoluto preocupado.

—¡Uf! —exclamó. Se quitó la boina y se enjugó con ella la frente. No es que la tuviera en realidad llena de sudor. Sólo lo hizo por llamar la atención. Ahora que lo tenía tan cerca, vi qué llevaba escrito en la camiseta. Decía «Green Day, American Idiot» y tenía la imagen de una mano estrujando un corazón rojo. El dibujo tenía un montón de rayitas donde se había gastado de tanto lavar la camiseta.

—¿Por qué te escondes? —quise saber.

—Voy a ir a la tienda —respondió el niño. Hurgó en el bolsillo de tela en el costado de la silla de ruedas y sacó algo, aterrándolo entre los dedos de forma que algún paracaidista nazi extraviado en el pasillo no pudiese ver de qué se trataba. Era un paquete de cigarrillos.

—¿De dónde los has sacado? —pregunté.

—De la máquina del pub de mi tío —contestó—. Sólo que se me han acabado y quiero más. —Volvió a meter el paquete vacío en el bolsillo con el mayor cuidado—. Si logro pasar más allá de ellas —indicó con la cabeza el puesto de enfermeras—, entonces quizá consiga que alguien de abajo me compre un paquete. Ya sabes, les diré que mi último deseo en esta tierra antes de morir es un cigarrillo.

Me sonrió, desafiándome a que dijera algo.

Ya me caía bien.

—No funcionará —dije—. Más te valdría decirles que tienes un tío moribundo muy rico que anda buscando un heredero, y que su último deseo es un cigarrillo. A la gente no le importa que los tíos ricos mueran por fumar demasiados cigarrillos, pero sí que lo hagan los niños.

El chico arqueó las cejas.

—Vale la pena intentarlo —dijo—. ¿Vienes conmigo? Titubeé.

—¿Por qué te preocupan las enfermeras? —pregunté—. A nadie va a importarle que vayas a la tienda, ¿no?

El chico se dio golpecitos en la nariz con gesto misterioso.

—Es para que no se huelan nada —explicó—. Por si huelen a humo en mi habitación, digamos. Si no he salido de la planta, no podré haber sido yo, ¿no? ¿Cómo iba a conseguir cigarrillos? O sea que habrá sido un visitante o alguna otra persona, ¿comprendes?

Sí, lo entendía. Más o menos. De hecho, pensaba que sería mucho más sospechoso que lo pescaran tratando de pasar a hurtadillas ante ellas. Pero sabía que no era ésa la cuestión.

Era un juego. Las enfermeras eran el enemigo? Nosotros éramos el ejército de la resistencia.

No fue difícil pasar ante el puesto de enfermeras. De todas formas sólo había una, así que le dije que el niñito de la habitación junto a la mía estaba armando jaleo. Lo cual era cierto.

En cuanto la enfermera hubo desaparecido, Félix exclamó:

—¡Vamos, vamos! —y emprendimos la marcha por el pasillo hacia la libertad a toda velocidad.

Lo pasamos en grande tratando de hacer que la gente le comprara tabaco a Félix. Él empezó con la historia del tío, pero nadie le creyó. Y si decía que se estaba muriendo, la gente sólo parecía sorprenderse mucho y se iba a toda prisa. De modo que tuvimos que pensar en otras cosas.

Le dije a una mujer de aspecto agradable con dos niños pequeños que iban a operar a mi hermana y que el cirujano necesitaba cigarrillos para impedir que le temblaran las manos. Pero no hizo sino reír y decirme que me buscara otro cirujano.

Félix le dijo a un anciano que tenía síndrome de abstinencia por la falta de tabaco, y que eso era muy peligroso en su delicado estado. Fue un error. El viejo empezó a contarle qué le había ocurrido a él cuando dejó de fumar. Félix asentía una y otra vez como si estuviera muy interesado y el hombre no paraba de decir: «No creas lo que te cuenten. Tengo noventa y cinco años. ¡Noventa y cinco!»

Félix y yo nos mirábamos todo el rato, intentando no reír.

Le conté a un hombre larguirucho y con barba que estaba haciendo un trabajo para el colegio sobre cuánta gente en una sala de enfermos de cáncer aceptaría un cigarrillo. Me dijo que mejor utilizara un cuestionario.

Al final, Félix le dijo a una chica adolescente que un chico en la planta de niños nos iba a dar una paliza si no le comprábamos tabaco. No me pareció que le creyera, pero le compró los cigarrillos de todas formas.

Y, después de eso, Félix y yo fuimos amigos.

Esto no es justo - Sally NichollsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora