Agujeros de bala

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9 de febrero

Al final me llevó la abuela al funeral, en su furgoneta de jardinería. Sólo hay espacio para una persona al lado de la abuela y siempre puede sentarse delante. El resto de la furgoneta está lleno de palas y redes y grandes sacos de arena. Tiene los agujeros de bala que le regalé a la abuela por Navidad pegados en el parabrisas. Traquetea cuando la conducen muy rápido.

La abuela siempre conduce demasiado rápido.

Aun así, tardamos siglos en llegar. Por el camino me iba poniendo más y más nervioso. Mi nerviosismo se hinchaba como un globo bajo mis costillas. Me cosquilleaba en los brazos y hacía que el corazón me latiera más y más fuerte, hasta que tuve la sensación de que estaba a punto de estallar.

Cuando por fin llegamos, la funeraria no era en absoluto como había pensado. Era muy elegante. Se parecía un poco a la recepción en el trabajo de papá. Había una alfombra rosa y un mostrador con una señora en un traje azul oscuro y fotografías de flores en marcos de color rosa en la pared. Cuando la abuela le dijo a la mujer el nombre de Félix, nos guió por un pasillo largo y grande con montones de puertas brillantes. Me acerqué un poco más a la abuela. Ella me sonrió.

Me pregunté si era demasiado tarde para cambiar de opinión.

Por fin, la señora se detuvo ante una de las puertas y la abrió con una llave.

—Es aquí—le dijo a la abuela—. Cuando estén listos para marcharse, háganmelo saber.

La abuela asintió con la cabeza.

—Muy bien —dijo. La mujer sonrió y echó a andar pasillo abajo, y la abuela añadió—: ¡Gracias! —La señora se volvió y saludó con la mano.

La abuela y yo nos miramos.

—Todavía estás a tiempo de una honrosa retirada —me dijo.

Con un movimiento de la cabeza le indiqué que de eso nada. —¿Seguro?

Asentí. Ella me apretó el hombro. —Buen chico —dijo, y abrió la puerta.

La habitación era pequeña y muy sencilla. Las paredes eran blancas, había otra imagen de flores rosas y una especie de cama con Félix en ella. La abuela se acercó a la cama en silencio. Yo me quedé atrás. Ella no dijo nada, ni a mí ni a él. Tan sólo se quedó ahí, mirando. Me acerqué un poco, despacio, hasta llegar junto a ella. Entonces yo también miré.

Félix estaba tendido boca arriba. Estaba vestido con su vieja camiseta de Green Day, toda surcada de rayas de tanto lavarla, y su boina negra de la resistencia francesa. Parecía exactamente el Félix de siempre, exactamente como si estuviera durmiendo, sólo que estaba demasiado tieso y quieto para estar dormido. Se le veía más limpio de lo que se le veía en la vida real. Tenía los ojos cerrados.

Tendí la mano y lo toqué en el hombro, en la camiseta. Entonces lo toqué sin reparo, en la barbilla, en la piel.

Estaba muy frío. No frío como lo están los dedos en la nieve, todavía calientes debajo de la piel. Estaba frío como la piedra, como las estatuas de viejos caballeros en ¡as catedrales. En las que no queda ningún calor en absoluto.

Comprendí que había esperado, de algún modo, que hubiesen cometido alguna clase de error. Podrían haberlo hecho. Pero ahora, ahí de pie, sabía que no había habido ningún error. Estaba muy quieto y silencioso. Era exactamente igual que Félix, pero no quedaba ninguna persona en él. Dondequiera que estaba ahora, no era aquí.

Había pensado que iba a darme miedo. No fue así. Sólo estaba silencioso y vacío.

Volví a dormirme en el camino de vuelta, hecho un ovillo en el asiento delantero del coche de la abuela con los pies en una bolsa de bulbos de tulipán. Me sentía muy, muy cansado. Dormí todo el camino. Cuando desperté, ya era de noche. Estaba en mi propia cama, la abuela se había ido y estaba lloviendo.

Esto no es justo - Sally NichollsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora