Qué pasó en plena noche

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3 de marzo

Papá no comentó nada del incidente de la mañana cuando llegó a casa. Mamá tampoco. Los dos actuaron como si la mañana no hubiese existido.

Yo estaba hecho un ovillo en el sofá con mi gran libro sobre dirigibles. El fuego estaba encendido. Fuera, la oscuridad había caído sobre la nieve congelada que cubría la hierba. Se estaba calentito y me sentía tranquilo y soñoliento.

Papá se sentó a mi lado en el sofá. No dijo nada. Abrió el periódico y lo miró. Entonces volvió a cerrarlo.

—¿Te apetece jugar un partido de penaltis? —preguntó.

Me lo quedé mirando. Hacía siglos que no jugábamos a los penaltis. Ahí fuera estaba oscuro como boca de lobo y hacía mucho frío.

—En realidad, ahora no me apetece, papá —contesté—. Estoy muy cansado. — Asintió un par de veces con la cabeza—. Lo siento.

—Tranquilo —dijo. Paseó la vista por la habitación, como lo había hecho por la mañana. Sus ojos se posaron en mi libro de dirigibles. Se aclaró la garganta—. Mira... en el periódico viene algo sobre un dirigible que tienen en Lake District. ¿Quieres que te lo lea?

Le indiqué que sí con un movimiento de la cabeza. Pasó las grandes páginas, tratando de encontrar la que buscaba.

—Aquí está —dijo.

Alisó la página y empezó a leer.

Esa noche, anoche, no pude dormir. No paraba de tener sueños y me despertaba y no sabía si estaba despierto o dormido. Y me dolían los huesos. Al principio no me daba cuenta de que me dolían, tan liado estaba entre soñar y dormir. Pero entonces volví a despertarme y estaba enredado en las sábanas y llorando y no conseguía saber por qué, y de pronto papá estaba ahí.

Suele ser mamá quien viene. No sé por qué esta vez fue papá. Vino derecho a mi cama y me dijo:

—¡Sam! Sam, ¿te encuentras bien? —Pero yo no paraba de llorar y de retorcerme porque aún no conseguía saber qué estaba pasando.

Me puso la mano en el brazo y di un manotazo y le arranqué las gafas de la nariz. Me apoyó las manos en los hombros y me dijo:

—Sam. Sam, despierta. Despierta. Estoy aquí. Despierta.

Y entonces sí que desperté un poco y vi que era él. Dejé de llorar tanto. —¿Qué te ocurre? —preguntó—. ¿Dónde te duele?

—Por todas partes —contesté, y me eché a llorar otra vez.

Pareció presa del pánico. Abrió la puerta del armario y empezó a revolver en su interior, buscando mis pastillas. Hay muchas cosas ahí dentro: píldoras, inyecciones, cosas que antes tomaba y ya no tomo. Papá sacó más y más cosas hasta que hubo un montón de ellas en la cama.

—Es una caja —dije—. Mamá la tenía antes.

—¡Ya sé que es una caja! —Papá soltó un juramento.

Me incliné hacia fuera de la cama y la vi, recubierta de un poco de baba de cuando me sentí mal la última vez.

—Papá. Papá...

No me estaba escuchando, como de costumbre. Seguía revolviendo entre todas las medicinas con las manos. Le tironeé de la manga.

—Papá. Ahí...

La vio. La cogió y empezó a forcejear para abrir la tapa. La caja se abrió y se cayeron todas las pastillas. Papá volvió a soltar un juramento.

—No pasa nada —dije—. Papá, tranquilo, no pasa nada. —Se detuvo y alzó la vista hacia mí.

—Mírate. ¿Qué tal si tú haces de padre y yo de niño, eh?

Volví a dejarme caer en la almohada y le sonreí. Todavía parecía muy nervioso.

—Voy a buscarte un poco de agua para esto —dijo—. No vayas a ninguna parte, ¿eh?

Negué con la cabeza.

Se sentó en la cama y me observó tomar la pastilla. Cuando hube acabado, cogió el vaso y volvió a dejarlo en el armario. Pensé que entonces se volvería a la cama, pero se quedó ahí sentado, mirándome.

—¿A qué venían todas esas lágrimas? —preguntó. —Estaba soñando.

—¿De veras? —Tendió una mano y me alisó el edredón—. ¿Con qué? —Oh... —Ya no parecía importante—. No consigo acordarme.

—No... —Se quedó sentado en silencio. Luego añadió—: Yo estaba soñando también. Por eso me he despertado.

—¿Con qué soñabas?—pregunté, adormilado.

Se frotó la barbilla. Pensé que no iba a contestarme, o que no me había oído. Tenía demasiado sueño para que me importara mucho. Pero entonces dijo:

—Contigo. —Giré la cara hacia él. Volvió a quedarse callado. Y por fin dijo—: Contigo. Con que te ibas...

Sé que debía de estar medio dormido, porque cuando volví a mirarlo, tenía lágrimas en los ojos.

—Papá... No llores. —Tendí una mano y toqué la suya, un poco asustado—. Papá.

Sí, estaba llorando. Le corrían pequeños riachuelos por las mejillas. Parpadeé, tratando de entenderlo.

—Papá...

—Sam —me dijo. Me cogió la mano. Pareció a punto de decir algo más, pero ya se me estaban cerrando los ojos. Estaba flotando, cruzando de nuevo la frontera de las sombras para sumirme en el sueño.

Esto no es justo - Sally NichollsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora