Capítulo 3:

205 19 8
                                    

«Muerta en vida»

***Cinco años después***

Concentrada en lo que hacía, terminé de dar los últimos y apresurados retoques de betún al pastel. Un pastel que había preparado con todo mi amor, pues hoy cumplía años una personita muy importante y especial para mí. Aquella personita por quien estaba dispuesta a todo, con tal de mantenerlo a salvo.

—¡Bunny! —escuché que me llamaba de pronto esa dulce vocecita, que me inundaba de amor el corazón, pese a que no me decía lo que tanto yo quería escuchar. Habían llegado justo cuando yo había terminado el pastel, así que me di prisa a colocarle una sencilla velita que encendí rápidamente, mientras escuchaba como mi pequeño empezaba a buscarme como loquito, llamándome sin parar. Y justo cuando entró a la cocina y me vio cargando su pastel, se detuvo, y vi como en su rostro se formó la más preciosa y genuina sonrisa que existe. Luego su padre llegó detrás de él, con esa actitud prepotente, demostrando su cara de fastidio, ante mí, seguro para él, "tonta muestra cursi de afecto". Pero poco me importó su reacción, pues yo estaba disfrutando la cara de mi precioso angelito, que cantaba conmigo el happy birthday y sonreía grandemente. Y para el momento en que terminamos de cantar, dejé el pastel sobre la mesa, y después, él prosiguió a soplarle a la velita, no sin antes pedir un deseo, juntando las manitas y cerrando sus ojos. Para terminar celebrando con un breve aplauso, antes de acercarme a él, para darle un fuerte abrazo, mientras le dedicaba palabras dulces al oído.

—¡Felicidades, mi amor! ¿Te gustó la sorpresa?

—¡Si Bunny! ¡Y lo hiciste de chocolate! —festejó con gusto, haciéndome reír.

—¡Sí! Es de chocolate. ¡Tu favorito! —asintió sin dejar de mirar el pastel. —¿Qué tal tu día, mi amor? ¿Te divertiste?

—¡Sii! ¡Este ha sido un día súper! Me divertí mucho —sonreí ante su clara alegría.

—¡Me alegro mi amor! Dime, ¿Quieres comer un pedacito de pastel? —mi pequeño asintió y yo besé su frente, antes de cortarle un trocito de pastel, dándoselo junto con un vaso de leche. Él me agradeció, y empezó a devorarlo, haciéndome soltar una risita ante sus graciosos gestos de gusto. Diciendo que mi pastel había quedado delicioso como toda la comida que yo hacía. Y aunque no era la primera vez que me lo decía, mi corazón se confortaba un poco y se hinchaba de amor al escuchar que a mi pequeño le encantaba comer cualquier cosa que yo le hiciese. Y no se digan los postres o las galletitas, que le preparaba con tanto amor. Pero, pese a estar disfrutando de este momento con mi pequeño, era consciente de la presencia de cierta persona, que como siempre, me disgustaba y atemorizaba. Así que, al dirigirme a él por primera vez, mi sonrisa se esfumó, y mi corazón, como cada que veía sus ojos, se encogió de miedo al dirigirle una mirada. —Za... Zafiro, ¿Quieres un trozo? —ofrecí del pastel de forma amable, aunque me conocía bien su respuesta.

—No. Sabes que esas cosas me dan asco. Voy a mi despacho, así que por lo pronto hazte cargo del niño —dicho esto, se encaminó a la salida y se dirigió hacia donde había dicho. E inmediatamente al ya no tenerle cerca, respiré aliviada como siempre lo hacía. Luego, sintiéndome ya más tranquila, miré a mi niño y me quedé viendo con gusto, como continuaba comiéndose su pastel. E inmediatamente al verlo, sentí envidia de lo feliz que se miraba. Pues ya quería yo, ser al menos la mitad de feliz de lo que él lo era. Pero eso no podía pasarme. Mi vida, desde mi boda, había pasado a ser un completo infierno. Un injusto y terrible infierno, que seguía insistiendo en que no me merecía. O bueno, tal vez sí lo merecía, pero sólo por haber sido tan tonta e ingenua; Desde aquel terrible día, la vida comenzó a írseme muy lentamente. Desde aquel día, yo pasé a ser más que una prisionera. El salir al jardín, era algo impensable. Vivía encerrada, sin poder disfrutar del calor del sol que daba más allá de las ventanas de la que ha sido mi lujosa casa. Incluso parí aquí mismo. Extrañaba mi casa, mi ciudad, a mi familia, pero debía hacerme a la idea de que nunca más volvería a tener todo aquello. Para Zafiro, yo no tenía derecho alguno. Y, además, yo estaba muerta para mi familia. Y no porque ellos me hayan olvidado, sino porque mi abusador esposo, no contento con sus humillaciones, me obligó a hacer algo impensable. Aún tengo muy bien grabado el recuerdo de ese terrible día.

ENSÉÑAME A VIVIR SIN MIEDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora