Stockholm I

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Mi cabeza se fundía placentera contra la almohada de plumas y el olor a lavanda fresca impregnado en las sábanas de algodón me impedía mover un sólo músculo, a no ser mis brazos para cubrirme de la claridad que amenazaba con caducar mi estado onírico. A la sirvienta le parecía divertido que una somnolienta adolescentes lanzara improperios en su contra por abrir la densa cortina dorada. Resoplé una última vez antes de rascar mis ojos para adaptarme a las nuevas condiciones de luz que Rosa, la señora mexicana que había estado presente en mi día a día desde que no sobrepasaba el metro de estatura, acababa de implantar en mi habitación. Me despedí de la comodidad de mi cama, no sin antes dejar un cálido beso en la curtida mejilla de la mujer, quién sonrió con ternura y me dio los buenos días en su nativo español. Entré al baño sin pensar demasiado en mi ajetreado horario, sólo quería llegar al Instituto para hablar con mis amigas sobre el nuevo catálogo de Cartier, invitarlas al próximo evento benéfico que estaba ayudando a organizar junto a mi madre y escaquearme de alguna clase para besar a mi apuesto novio en el salón de música.

Mi vida era bastante simple, en realidad. Nací en una familia de empresarios innatos, los negocios parecían estar expresados en nuestro ADN como una base nitrogenada más. Desde mi bisabuelo con sus modestos inicios de un puesto de verduras hasta la multinacional que dirigía mi padre ahora. Yo, por mi parte, prefería mantenerme al margen de esos asuntos. Pero desde que había cumplido diecisiete años, podía notar la diferencia en el trato de ellos hacia mí: me incluían en sus aburridas reuniones sobre trabajo, comenzaban a recomendarme universidades con los mejores cursos de finanzas y administración; incluso aprobaron mi relación con Shawn de inmediato sólo por ser hijo de uno de los mayores inversionistas de Tesla. Mi sueño siempre había sido recorrer el mundo, estudiar teatro o música, fundar una ONG. Tenía tantos proyectos en mi mente, sin embargo, era consciente de que el peso de los negocios familiares recaían en mí. Mi hermana Sofía a penas sabía escribir su nombre como para ocuparse de una compañía de marketing y mi padre no se hacía más joven.
Después de media hora, bajé las escaleras ataviada en mi aburrido uniforme escolar. ¿A quién se le había ocurrido la desastrosa idea de que una falda plisada de color gris por debajo de la rodilla era el mejor incentivo para utilizar uniforme? Por suerte, en mi mundo las cosas se movían en la misma dirección que el dinero. Era una ecuación proporcional: a mayor cantidad de billetes en la cartera del director, mayor número de reglas que se podían incumplir. Así que mi anticuada saya terminó cayendo unos pocos centímetros por debajo de mi trasero, y la camisa holgada se apretaba a mis escasos pechos lo necesario para mostrar un escote apetecible a los ojos de un montón de jóvenes hormonales.

- Buen día, hija. - Saludó mi madre por detrás de una revista de moda, mientras bebía un sorbo de su taza de té inglés. - ¿Vas a tomar el desayuno aquí o en la escuela?

- Tengo que buscar a Dinah, su auto se averió hace unos minutos. - Guardé la bolsa de papel en mi mochila Louis Vuitton y tomé un plátano de la frutera que yacía en el centro de la mesa de caoba.

- Patrick te está esperando afuera. Recuerda que en la tarde tienes la clase de francés y luego iremos a chequear que el buffet del viernes esté en orden. - Informó sin abandonar la lectura de, seguramente, la sección de novedades en la industria modista.

- Lo sé, traigo la agenda conmigo. - Me llevé la fruta a la boca sin prestarle atención a los mensajes que llegaban a mi teléfono. De seguro era mi mejor amiga en su máxima expresión de aburrimiento.

- Karla Camila, ¿qué te he dicho sobre dejar la piel de la banana en la mesa?

- Lo siento, madre. - Giré sobre mis pasos y besé su frente en un intento de disculpa. - Nos vemos en la tarde.

- Cuídate, hija. - Me sonrió antes de sumirse en un precioso diseño de Chanel.

No me quejaba del trato de mis progenitores. En mi infancia estuvieron siempre presentes, me colmaron de caprichos sin dejar de lado los valores éticos y morales de los cuáles hoy hacía gala. Aunque tuve claro desde temprana edad que nunca vería a mi madre correteando en el jardín conmigo ni a mi padre cambiando sus trajes de diseñador por un chándal para tenderse en el piso a tomar té imaginario con mis muñecas. Salí por la puerta principal con la postura de chica segura de sí misma, pero para ser justos, ni siquiera sabía qué estaba haciendo la mayor parte del tiempo. Entré al sedán negro con la vista clavada en la pantalla de mi iPhone sólo para reír por las ocurrencias de Dinah. El auto arrancó, no obstante, se me hizo raro que mi chófer no hubiese saludado con su marcado acento sureño. De seguro había despertado de mal humor, no lo culpaba. Yo tampoco era la persona más adorable del mundo cuando me arrancaban de un sueño plácido.

More Than That (Camren One Shots)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora