Cuando tuvimos que hospitalizar a mi madre, no había demasiadas opciones. Recuerdo que, cuando Joe me llamó hacía un año atrás, decía que la única opción era llevarla a Margate, al Queen Elizabeth The Queen Mother Hospital, un lugar acogedor, pero que quedaba algo lejos de casa. El único medio para llegar allí era en auto, pues la caminata desde la estación de trenes hasta allí era eterna.
Debido a que mi padre tenía el día libre, me sugirió que me llevara el auto, para que yo pudiera volver cuando quisiera. Su Clio azul era enigmático, se lo había comprado poco tiempo después de que se separó de mi madre y se había convertido en el auto de soltero codiciado. Sin embargo, jamás había subido a ninguna mujer más que a sus hijas. De forma inesperada, aún no había podido rehacer su vida amorosa.
Lo saludé por la ventanilla y apreté el acelerador. El camino a Margate no era demasiado largo, pero sabía que la ansiedad por llegar haría que lo fuera. Para calmarme, decidí encender la radio y bajar los vidrios para que el viento me sacudiera un poco las ideas. Y al ritmo de "Music of my heart" de NSYNC, me dirigí hacia mi destino.
Media hora después, el olor a palomita de maíz y algodón de azúcar se apoderó del aire. Oficialmente estaba en el pueblo vecino, Margate. Un torbellino de recuerdos atravesó mi mente mientras pasaba por la avenida costera. Al ver los juegos, las tiendas con dulces y los niños corriendo en la arena, sentí una especie de Deja Vu. Tenía unos cuatro años, mi madre estaba embarazada y habíamos salido a pasear los tres, ella, Joe y yo. Era época de festividades, y como todos los años, en Margate se celebraba a lo grande con una feria increíble. Hacía mucho frío y mi madre estaba empecinada con que yo me pusiera una bufanda roja que me había tejido Wendy. Pero, por alguna razón, yo no quería usarla, me ajustaba mucho en el cuello y casi no podía respirar. Iba tomada de una mano con Alice, mientras con la otra intentaba desajustar la tortuosa bufanda. Hasta que, en un momento, me di cuenta de que me había soltado, y mis padres habían desaparecido de mi vista. No recuerdo haber llorado, en verdad, todo lo que ocurrió después me lo contaron, pues no tengo en mi memoria la imagen del momento en el que, pasados unos buenos quince minutos, un policía me entregó a los brazos de mi madre, quien lloraba desconsoladamente. Ella le preguntó dónde me había encontrado, pero él le dijo que yo había parecido en la garita de los policías de la mano de un extraño, quien alegó que me había visto perdida y decidió entregarme a las autoridades.
Desde ese momento, mi madre se volvió paranoica con mi seguridad. Me acompañaba a todas partes, incluso hasta cuando fui adolescente, jamás me sacó los ojos de encima. Decía que ese día se había sentido la peor madre del mundo por haberme perdido, que su trabajo como madre era protegerme y que podría haberme pasado cualquier cosa. Mi padre había intentado hacerle entender que aquello había sido un accidente y que, en todo caso, él también era culpable. Sin embargo, sus intentos habían sido en vano. Ella no iba a cambiar su opinión.
Recuerdo una pelea que tuvimos cuando cumplí trece. Era la fiesta de cumpleaños de una compañera de la escuela, y eso ya era un problema para ella. En ese momento no entendía el por qué, pero mi madre odiaba a la mitad de los padres de mis compañeros de colegio, por ende, no le hacía gracia que yo estuviera cerca de ellos. Jamás me había dejado ir a la casa de nadie, y sabía que ese día no iba a ser diferente, sin embargo, tenía trece y estaba desesperada por formar vínculos con mis pares, ser una preadolescente normal. Pero ella insistió que esa familia en particular no era de fiar y que me quería lejos de ellos. Y por primera vez en años, me atreví a gritarle que la odiaba y que estaba arruinándome la vida. Ella me quedó mirando, tiesa, mientras una lágrima caía de sus ojos. Fue mi padre el que me puso en mi lugar ese día, explicándome que debía comprender que había cosas que ellos no me podían explicar, pero que aun así debía creen en ellos y obedecer sus órdenes, pues solo querían protegerme. Ese día acabé llorando encerrada en mi cuarto, mientras mis hermanos pequeños jugaban a las muñecas junto a mi cama.
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Nuestro atardecer dorado
RomantikCatherine Cox tiene 29 años, es psicóloga, vive en París y trabaja en un hospital para niños. La última vez que había visitado Broadstairs, el pueblo donde naci, había sido después de graduarse. Los recuerdos de su infancia eran demasiado desgarrad...