No recuerdo bien cómo llegué al piso.
Estaba sobre mis rodillas, con mi cuerpo contorsionado sobre el montón de cartas apilado frente a mí. Y lloraba, oh, si lloraba.
Finalmente, la pequeña Catherine, la que solía verse al espejo y lloraba porque temía jamás encajar en el mundo en el que había sido impuesta, me gritaba desde lo más profundo de mi ser que por fin era libre. Su padre, el que ella tanto había soñado, el que yo tanto había soñado, estaba hablando de mí, de su deseo de cuidarme y de quererme, y cuanto me parecía yo a él.
¿Entiendes lo significativo que es para un sujeto recibir esa confirmación? Si no es que vivimos toda nuestra vida, peguntándonos, qué somos para alguien, o si siquiera somos algo en realidad. Sabes que nunca fui demasiado Lacaniana, pero debo darle la derecha en esto. Thomas Cliff era lo que me faltaba, el pequeño rincón de mi espejo que estaba borroneado finalmente se había aclarado, y ahora podía verme con claridad.
— Cathy — decía con dulzura la voz de Dawn junto a mí, mezclada con mi sollozo — Cathy, escúchame… — comenzó a decir ella al ver que no obtenía respuesta de mi parte. Entonces me giré en dirección a ella.
— Necesito ir a buscarlo, Dawn. Estas cartas… Yo era solo una niña cuando se fue, ¿qué tal si le ocurrió algo después? Han pasado más de 20 años, ¡por Dios! — cubrí mis ojos con mis manos al mismo tiempo que las lágrimas intentaban salir de ellos.
— Pero, piénsalo bien, ¿cómo sabes dónde puede estar? Tal vez no se quedó en el mismo lugar toda su vida, o tal vez…
— ¡Ni lo digas! — exclamé antes de que pudiera derrumbar todas mis ilusiones. Inmediatamente, sacudí mi cabeza y me acurruqué sobre su pecho, arrepentida. Dawn entendió lo que intentaba decirle y me envolvió en sus brazos — Al menos quiero intentarlo, Dawn. Esto ya no se trata de mi madre, se trata de mí, ¡yo lo necesito! Necesito a mi padre. Necesito a Thomas…
Sin previo aviso, me separé de ella y me puse de pie. Junté las cartas del suelo y las dejé nuevamente en la caja, luego corrí hacia la habitación. Dawn me siguió desesperada. Una vez allí, se encontró con que yo estaba guardando mis cosas nuevamente en mi bolso. Melanie estaba acostada en una almohada y me miraba con odio por haber molestado su reciente siesta.
— Espera, ¿acaso piensas irte ya? — preguntó ella desde la puerta, pero no me volteé a verla — ¡Catherine! — exclamó ella con sus puños cerrados, finalmente llamando mi atención. Mi bolso ya estaba listo, pero mis manos seguían sobre el cierre — No puedes irte sin siquiera reconocer lo que ocurrió hace un rato, no podría alentar que te fueras sin decírmelo.
Su respiración era agitada, lo podía ver en su pecho inflándose y en el movimiento brusco de sus hombros de arriba hacia abajo. Solté el cierre y caminé hacia ella.
— No sería justo — le dije con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Ella me imitó y desvió la mirada.
— ¿Por qué? — preguntó ella intentando no hacer contacto visual conmigo.
— Porque sí, a mi entender, tú estabas en pareja — dije levantando una ceja. Entonces ella se giró hacia mí, indignada.
— ¡Claro que no, Cathy! Era toda una mentira, ¿acaso no te das cuenta? No podía soportar verte otra vez, siendo que te he amado toda mi vida.
Vi el arrepentimiento en sus ojos en el momento que profirió aquellas palabras. La sangre subió a sus mejillas tan rápido que no hizo tiempo a cubrírselas. De todos modos, era demasiado tarde. Dentro de mí se había generado un torbellino de emociones, gobernadas principalmente por la felicidad y el éxtasis. Tomé su rostro entre mis manos y acerqué sus labios a los míos sin dudarlo. Al separarnos, vi un hermoso brillo en sus ojos y no pude evitar sonreír.
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Nuestro atardecer dorado
RomanceCatherine Cox tiene 29 años, es psicóloga, vive en París y trabaja en un hospital para niños. La última vez que había visitado Broadstairs, el pueblo donde naci, había sido después de graduarse. Los recuerdos de su infancia eran demasiado desgarrad...