Al principio había creído que ir a la casa del acantilado había sido una decisión impulsiva e inmotivada. Cuando me vi frente a ella en medio de la estrellada noche, racionalicé que se debía a que hacía menos de una semana yo había estado justamente allí, buscando pistas que me llevaran a encontrar a mi perdido padre biológico. Sin embargo, mientras encendía las luces y caminaba por su interior, inspeccionándola como si la desconociera, me di cuenta de que aquel espacio estaba siendo desperdiciado como depósito de viejos muebles Se me ocurrió entonces, al rozar con mis manos la polvorienta tela que cubría el sofá en medio de la sala de estar, que si bien no había logrado encontrar a Thomas Cliff, no todo estaba perdido.
Tomé la tela por un costado y la sacudí para luego arrojarla al suelo. Inmediatamente, como apoderada por un repentino sentimiento de euforia, comencé a correr por todas partes, tumbando las viejas telas cobertoras, dejando a la luz una magnífica escena como de hogar vivido, en el que los años no habían pasado nunca, pero que aún mantenía impregnados todos los recuerdos.
Entonces, parada en medio de la habitación, contemplaba aquel suelo lleno de telas blancas y polvillo en el aire, cuando se me ocurrió una idea sin precedentes Mi nuevo objetivo debía ser acompañar a mi madre de vuelta a la vida, con o sin Thomas. Y un gran paso para ello era devolverle su hogar, ese que tanto amaba.
No hizo falta pensarlo más, pues en el momento estaba demasiado conmovida como para detenerme a idear algo, mucho menos a nacionalizar Llevé todas las sábanas blancas a lavar, y noté al llegar a la cocina que mi madre aún seguía prefiriendo el lavado a mano. Solté un suspiro y dejé lo que pude sobre el lavabo. Incapaz de lidiar con ello entonces, corrí a la habitación principal. Sobre la desnuda cama había dejado mis bolsos y a mi gatita dormilona, la cual se había acurrucado en el interior de uno de mis cardiganes. A pesar de que no tenía ánimos de molestarla, la tomé entre mis brazos y la llevé hasta el sillón de la sala de estar, junto con el resto de mis cosas Necesitaba al menos hacerme la cama para poder pasar la noche, luego, al día siguiente, me encargaría por completo de la redecoración.
Abrí de par en par las puertas del enorme armario sobre el que había encontrado la caja con periódicos la vez anterior, y me encontré con que estaba casi por completo vacío, exceptuando por un edredón de plumas y las últimas sábanas sin usar. Por suerte la primavera no había venido con bajas temperaturas ese año, de lo contrario, no hubiera podido soportar dormir allí esa noche, puesto que aquella casa tendía a ser extremadamente fría. Recuerdo que cada invierno, mi padre nos llevaba a mis hermanos y a mí a comprar leña al pueblo, y solíamos volver con el baúl repleto de ella. Y no duraba más de un mes.
Luego de unos minutos, armé la cama y me preparé para dormir. Debo admitir que se sintió particularmente extraño tomar mi cepillo de dientes y subir las escaleras al baño en cuyo espejo me había visto reflejada durante casi toda mi vida. Sacudí aquellos recuerdos de florecida adolescencia, luchando con mi cabello indomable para lograr atarme una cola de cabello, mientras intentaba hacer foco en la imagen que tenía frente a mí, una mujer en sus casi treintas, cuyo cabello reposaba en un nudo sobre su cabeza, el cual había aprendido a hacer con años de práctica; mujer que había vivido muchas cosas y que había oído de las vidas de los demás por mucho tiempo, y, sin embargo, parecía más hábil para hacer algo con la segunda más que con la primera. Aun así, siempre me había caracterizado por mi capacidad para insistir por lo que quería. Y esta vez estaba determinada a que continuara siendo de esa manera.
Limpié mi cara en mi toalla de mano y salí del baño. Al llegar al pie de las escaleras, me encontré con que, desde abajo, se encontraba mi gata viéndome de costado, como confundida, lo cual me dio mucha ternura. Le sonreí y comencé a bajar los escalones uno por uno, casi trotando, en un frenesí por tomarla en brazos y llenarla de besos, como uno hace cuando tiene mascotas. Sin embargo, antes de llegar al último escalón, me resbalé en el penúltimo y casi caigo al sueño, si no fuera porque me sostuve de la barandilla. Al reincorporarme, me di media vuelta y dirigí la mirada hacia el escalón de madera, entonces noté que la parte superior del escalón estaba desencastrada. Tal vez debía haberla movido yo con mi deslizada, pensé. Sin hacerme demasiado problema por ello, me encogí de hombros y volví a empujarla hacia adentro. Bajé el último escalón, tomé a Melanie entre mis brazos y me dirigí a la habitación.
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Nuestro atardecer dorado
RomanceCatherine Cox tiene 29 años, es psicóloga, vive en París y trabaja en un hospital para niños. La última vez que había visitado Broadstairs, el pueblo donde naci, había sido después de graduarse. Los recuerdos de su infancia eran demasiado desgarrad...