La mañana siguiente me desperté tras oír el sonido de la máquina de café en la cocina. Mi gata había enroscado su cola en mi brazo derecho y ronroneaba con los ojos cerrados. Sentía que la cabeza me daba vueltas. Me había dormido con la agenda colgando de mi mano, luego de haberme pasado las últimas horas de la noche repasando lo que había escrito. Sacudí la cabeza en afán de espabilarme. Debía darle cafeína a mi cuerpo para recuperar la habilidad de pensar.
Como era de esperar, mi padre se encontraba en la cocina cuando me levanté. Se había tomado el trabajo de prepararnos a ambos el desayuno, y si bien era un mínimo detalle, estaba agradecida, pues por primera vez en años me había despertado con el desayuno hecho. Durante años estuve sola, al menos sin compañía humana, si se puede decir, y aquella había sido siempre mi decisión, me sentía más a gusto así.
La última pareja que había tenido había sido un compañero de la Universidad, un muchacho un año menor que yo llamado Colin, quien, debo decir, era muy adorable. Sin embargo, yo no parecía ser el tipo de persona que podía mantener una relación, y acabé rompiendo su corazón. A partir de entonces, mis únicos encuentros con personas comenzaron a ser estrictamente casuales, de una sola vez y hasta luego. En una ocasión tuve un percance con un tipo al que había conocido en el hospital, él simplemente aparecía en mi puerta sin previo aviso, jurando que pasaba por el barrio por casualidad y se preguntaba si podríamos salir otra vez. Acabé llamando a la policía. No volví a verlo jamás.
— Buen día, cariño — dijo mi padre al verme, su voz me distrajo de mis pensamientos.
—Buen día — respondí con una sonrisa. Él me imitó, luego tomó una taza de la repisa, sirvió café y la acercó a mis manos — Gracias, me leíste la mente.
—Yo te crie, ¿sabías? Te pones histérica si no tomas café por la mañana. ¿Recuerdas cómo me mirabas con odio cuando te llevaba a la escuela? — preguntó él antes de darle un sorbo a su tasa de café, intentando esconder una sonrisa cómplice. No pude evitar soltar una pequeña risa.
—Sí, lo siento, era una adolescente detestable — repliqué, pero mi padre negó con su cabeza inmediatamente.
—Eras adorable. Tu hermana, por otro lado... — comenzó a decir mi padre, y ambos nos echamos a reír, recordando como Tatiana solía tomar su desayuno en el patio, porque decía que la presencia de Phillip y yo en la mesa la deprimía.
—Se ve que Phill y yo no éramos demasiado alegres por las mañanas.
—Oh, no, claro que no.
Eran las ocho de la mañana. Mi padre debía irse a trabajar, así que me dejó su llave de repuesto y me avisó que no volvería hasta la noche. Él trabajaba en Londres, en la empresa de la familia Cox, y hacer el viaje de ida y vuelta era demasiado largo como para repetirlo dos veces por día. Le dije que no se preocupara, ya que tenía muchas cosas en mente para hacer aquel día gris. Él me sonrió y me sugirió que, en caso de necesitar ir lejos, tomara su bicicleta del patio. Luego se fue.
Es mi momento, pensé. Necesitaba usar el tiempo para pensar mi próxima jugada, y siempre me había gustado más pensar mientras caminaba.
Sin dudarlo demasiado, tomé mi bolso, me puse las zapatillas y me dispuse a salir, sin embargo, retrocedí sobre mis pasos y volví al cuarto en búsqueda de mi teléfono celular. Temía que mi padre me llamara en medio de la caminata y se diera cuenta de que no había cumplido con mi promesa de llevarlo conmigo siempre.
Ahora sí, lista, caminé hasta la puerta de entrada, pero antes de que pudiera abrirla, un maullido me detuvo. Al bajar la mirada, me encontré con que mi gata estaba viéndome con sus enormes ojos amarillos.
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Nuestro atardecer dorado
RomanceCatherine Cox tiene 29 años, es psicóloga, vive en París y trabaja en un hospital para niños. La última vez que había visitado Broadstairs, el pueblo donde naci, había sido después de graduarse. Los recuerdos de su infancia eran demasiado desgarrad...