Eran las seis de la tarde, el sol estaba comenzando a acercarse al horizonte, las gaviotas, oriundas de Broadstairs, revoloteaban sus alas en dando vueltas en círculos sobre la bahía mientras emitían ese mítico sonido que inmediatamente te transporta a la playa. Con el vidrio bajo, podía sentir la frescura del viento primaveral sobre mi rostro, enredándose en mi cabello y escapándose por detrás. Inevitablemente, como ya era costumbre, saboreé la sal en mis labios, pues cuando vives en un pueblo costero siempre los tienes salados.
El camino estaba vacío, como siempre, lo cual me hizo pensar en el tumulto parisino y sus siempre congestionadas calles. Al menos allí no tendría que esperar media hora a que un semáforo se pudiera en luz verde.
Entonces la vi, perfectamente en el mismo lugar en el que la recordaba, desolada en el centro de un amenazador acantilado, mi casa. Al acercarme más pude notar como la decadencia la había alcanzado en poco tiempo. Mi padre me había dicho que rara vez volvía aquí, y a pesar de que no había tocado el tema con mis hermanos por teléfono, supuse que no necesitaron llevarse demasiado cuando decidieron irse a Londres a estudiar danza y finanzas.
Una vez bajo del auto, me quedé parada frente a ella, admirando cada detalle. Las paredes de granito habían sido pintadas de blanco por encima, obra de mi padre en un aburrido Domingo. Claramente, el tiempo había pasado y la pintura no había logrado resistirlo, dejando manchas grises cada vez más grandes. Luego estaba la puerta de madera, la pobre necesitaba una buena capa de brillo ya que la salada brisa había derribado cada gota de laca que restaba. Saqué la pequeña llave de mi bolsillo y me acerqué a ella para abrirla, cuando algo capturó la atención de mi mirada. En la esquina de mis ojos resaltaba algo color naranja, y una parte de mí comenzó a sospechar inmediatamente. Al girar la cabeza en esa dirección, vi que, del lado derecho de la casa, casi rodeando todo el costado y la parte de atrás, se encontraba un jardín de flores cuyo color era un naranja brillante.
No pude evitar soltar un suspiro.
—El maldito "camino de caléndulas" — dije en voz alta. No creía que mi madre había plantado tantas desde que me había ido. A decir verdad, cuando me fui por última vez no había rastro de plantaciones a la redonda. Sin embargo, mi madre había murmurado algo sobre intentar embellecer su jardín, lo cual sonaba adecuado para una mujer que trabajó vendiendo flores casi toda su vida. Debo decir, el olor era impactante, y parecía que podían tanto olerse como verse a la distancia — Como una señal de humo — volví a decir en voz alta. Mientras me giraba nuevamente hacia la casa, comencé a sospechar que Alice había plantado aquellas caléndulas para que sean un "camino de regreso", no solo para mí sino para más de una persona, si es que me entiendes.
Mi pregunta era si lo había logrado.
Una vez frente a la puerta, cuidadosamente giré la llave y la empujé con mi rodilla, tal como solía hacer cuando era adolescente. Estiré mi mano derecha hacia el interruptor de la luz, inmediatamente la habitación frente a mí se iluminó. Desde el viejo candelabro que colgaba en el techo, hasta el desgastado piso alfombrado, todo estaba igual a cuando me fui. Claro, los muebles estaban cubiertos por sábanas para protegerlos de la sal y el polvo, pero reconocía cada uno de ellos por su ubicación. Frente a la puerta de entrada se encontraban la sala de estar y el comedor, con un sillón en el centro, frente a este una mesa de consola sobre la que reposaba el televisor, y a un costado, antes de llegar a la cocina, estaba la mesa.
Cerré la puerta detrás de mí y caminé instintivamente hacia el sillón. Tomé la tela que lo cubría y, con las manos temblorosas, la retiré. Mis ojos se quedaron perplejos mirándolo, me tomó unos segundos entender por qué.
—No es este— me dije en voz alta al ver el color amarillo de la felpa, casi respondiendo a mis pensamientos inconscientes. Estaba pensando en el sillón en el que había sido concebida, lo cual parecía perturbador, sin embargo, supe de inmediato que mi interés no se inclinaba para aquel sitio. Más bien, al ver aquel sillón, uno que recordaba que mi padre había traído a casa semanas antes de que mis hermanos nacieran, había venido a reemplazar el viejo sillón que, según él, era "demasiado colorido", pero que, en verdad, ocultaba un pasado que ninguno de los dos, Alice y Joe, querían destapar. Un pasado que, de no ser por los infortunios, hubiera cambiado el curso de las cosas.
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Nuestro atardecer dorado
RomanceCatherine Cox tiene 29 años, es psicóloga, vive en París y trabaja en un hospital para niños. La última vez que había visitado Broadstairs, el pueblo donde naci, había sido después de graduarse. Los recuerdos de su infancia eran demasiado desgarrad...