Capítulo 29

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Sabes, cuando mi abuelo Bruce murió, yo tenía 9 años recién cumplidos. Amaba tanto a mi abuelo, era como otra figura parental para mí. Siempre me cuidaba junto con Hugo y llenaban mi vida y la de mis hermanos de risa y felicidad cuando en casa hacía falta.
Le descubrieron cáncer de próstata en el invierno del 81’, y lo perdimos en primavera. Fue tan rápido, sin embargo, yo no había sido capaz de procesarlo, puesto que aún era demasiado pequeña y el concepto de la muerte me era tan abstracto como el poder soñar.
Nunca la había visto frente a mis ojos. Hasta aquel fatídico jueves. Recuerdo que era jueves porque en la escuela habíamos tenido biología, y eso solo se daba los jueves. Cuando volví a casa, Tati y yo ingresamos de la mano, mientras que Phill se nos adelantó dando sancadas. Al abrir la puerta, sin embargo, se detuvo en seco. Mi madre estaba arrodillada en el suelo, llorando desconsoladamente, con el teléfono fijo en su mano.

— El abuelo murió — dijo ella con la voz quebrada. Los tres corrimos a abrazarla sin poder comprender por completo qué quería decir aquello.

No fue hasta horas después, ya en el velorio, que, al verlo recostado sobre un atuaud con sus ojos cerrados, me eché a llorar. Mi madre, quien estaba vestida de negro y no paraba de sonar su nariz debido a la congestión por el llanto, se puso de pie y caminó hasta mí para abrazarme. Me giré hacia ella y abracé su cintura mientras me acariciaba el cabello. No podía seguir viéndolo, entonces me fui a sentar con ella.

Mientras las demás personas se ponían de pie para despedirse del cuerpo, yo me quedé junto a mis hermanos y mis padres, con la mirada clavada en el suelo, incapaz de levantarla. Entonces, mi madre se acercó a hablarme al oído.

Recuerdo firmemente sus palabras.

— No te aflijas, mi amor. Cuenta cuántos abrazos has podido darle, cuántos besos y cuántas risas, y para el momento que acabes de contarlos todos, verás que ya no estarás más triste.

Ella sabía, sin saberlo, las reglas del duelo. Y es que ella había vivido en duelo por más años de los que yo tenía vividos. Su sabiduría era la pérdida, y dime si Alice Crawford no sabe algo de eso.

Ese día quedó grabado en mi memoria hasta la actualidad, y su consejo me había acompañado en cada pequeño encuentro que tuve con el deterioro de las cosas que más amaba. Incluso hacía una semana atrás, cuando, en presencia de los hermanos May me había sido informada la muerte de Thomas, había intentado recordarlas. Pero, para mi desgracia, sabía que no funcionaría, puesto que no contaba con ningún recuerdo para alimentar mi fantasía, ningún abrazo, ni beso, ni risa compartida con quien era mi padre para poder dejarlo ir.

Lo que la joven Cathy de 29 años no sabía era que, pasadas 24 horas de su cumpleaños número 30, compensaría toda esa de recuerdos en un solo momento, cuando, después de una vida de esperarlo, me encontré envuelta en los brazos protectores de ese hombre que había imaginado en sueños y dibujado en trabajos escolares que jamás habían visto la luz del día.

Por primera vez, sumé a mi lista de abrazos, besos y risas, un recuerdo, al cual atesoraré para siempre.

— Mi niña, no puedo creer que en verdad seas tú — dijo Thomas mientras me abrazaba.

Cerré mis ojos llenos de lágrimas para absorber mejor lo que mis demás sentidos percibían. Su cuerpo transmitía calidez, y su ropa de trabajo olía tan rico como los platos que preparaba, tomates frescos y albahaca. Incapaz de creer lo que estaba viviendo, abrí los ojos y me eché hacia atrás para contemplarlo en detenimiento. Odiaba no tener una referencia para comparar cómo había envejecido desde que nací hasta ese momento. Aun así, era evidente que se trataba de un hombre que estaba en sus cincuentas, y que había vivido demasiadas cosas en su vida que le habían afectado en su humor, o al menos lo supuse por la marca de sus ojeras y las arrugas en el ceño. Pero, a pesar de todo, sentí que, después de observarlo por un momento, pude vislumbrar esa llama de juventud que aún brillaba detrás de sus ojos verdes, intensos como los míos.

Nuestro atardecer doradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora