Era miércoles por la mañana. Estaba acostada en mi cama, durmiendo, envuelta en un bollo de sábanas, cuando un estruendoso relámpago me despertó. Asustada, miré el reloj junto a mi cama y vi la hora, eran las nueve menos cuarto.
Mierda, pensé, iba a llegar tarde al trabajo.
Salté de la cama y me puse mi uniforme, un conjunto médico color azul con flores blancas. En el hospital nos hacías vestir por igual a todos los profesionales de la salud, incluso a los que nos encargábamos de la parte menos visible, los psicólogos.
Hacía cuatro años me había recibido en la universidad pública de Dublin, y hacía dos que trabajaba en el Necker-Enfants Malades Hospital de París. No me quejaba, tenía un sueldo digno y, además, amaba trabajar con los niños. Sin embargo, últimamente había tenido problemas para conciliar el sueño, por ende, también para despertarme. Seguía recordándome que debía decírselo a mi terapeuta, pero por alguna extraña razón, siempre lo olvidaba.
Como de costumbre, mis rizos estaban tan alocados que no tuve remedio más que hacerme un rodete muy tirante para mantenerlos fuera de mi rostro. Corrí a la cocina, tomé una rodaja de pan de su bolsa, esparcí mantequilla en ella y me la comí mientras buscaba en el desorden de mi apartamento las llaves de mi auto.
Mi gata parecía no comprender que estaba llegando tarde, pues había comenzada a perseguir mis zapatos con sus esponjosas patitas grises.
- ¡Melanie! Debo irme, querida, jugaremos más tarde, ¿está bien? - le dije mientras la acariciaba. Ella movió su cola, dio media vuelta y se marchó.
Volví a mirar el reloj, faltaban cinco minutos para las diez, y sabía que mi jefa, Lourie, iba a matarme. Tenía una reunión importante en menos de veinte minutos con los padres de un niño con ceguera, y debía reportarme con ella minutos antes para coordinar la intervención.
Lancé una maldición al aire, tomé mi bolso, las llaves de mi auto y abrí la puerta. Estaba saliendo del apartamento, tan acelerada, que no vi que había algo en el suelo y me tropecé, cayendo con ambas manos.
- ¡Tienes que estar...! - comencé a despotricar, hasta que me di cuenta que sobre la alfombra de la entrada alguien había dejado un paquete - No tengo tiempo para esto - dije en voz alta, me puse de pie, tomé el paquete entre mis manos, cerré la puerta y comencé a correr hasta el ascensor. Toqué frenéticamente los botones hasta que las puertas se abrieron frente a mí. Estaba en el piso número 4 y apreté el botón que indicaba el primer piso. Mis piernas temblaban, estaba ansiosa y necesitaba bajar más rápido.
Entonces desvié la mirada hacia el paquete, y vi que decía: Para Catherine Cox. En ese momento se erizaron los pelos de todo mi cuerpo, con solo mirarlo podía presentir que aquello que me esperaba debajo de ese papel de envoltorio café era importante, pero temía averiguarlo.
Si hay algo que debes saber de mí es que toda mi vida había sido muy estructurada. Mi vida me gustaba vivirla de acuerdo a un cronograma, y si algo se salía de lugar solía volverme loca. Sin embargo, con los años fui volviéndome más holgazana, lo cual generó dentro mío una guerra interna entre mi yo obsesivo y mi yo perezoso. Aquel era otro gran tema de conversación para tener en terapia, pero sabía que llevaba evitándolo por años.
Vuelvo al inicio.
Sospechaba que abrir ese paquete haría que mi vida diera un giro. No era muy racional de mi parte suponerlo, pero algo me hacía creer que era mejor dejarse las sorpresas para después. Y yo odio las sorpresas.
Giré la llave del auto, apreté el embrague y aceleré a fondo. Desvié la mirada un segundo hacia mi reloj de muñeca. Eran las diez y diez, me quedaban solo diez minutos para llegar. Sujeté ambas manos en el volante y recé que ningún idiota se interpusiera en mi camino.
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Nuestro atardecer dorado
Storie d'amoreCatherine Cox tiene 29 años, es psicóloga, vive en París y trabaja en un hospital para niños. La última vez que había visitado Broadstairs, el pueblo donde naci, había sido después de graduarse. Los recuerdos de su infancia eran demasiado desgarrad...