Capítulo 11

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Dejé el departamento de mi hermana cerca del mediodía, las nubes grises cubrían la totalidad del cielo. En ese momento agradecí siempre llevar un paraguas pequeño en mi bolso, pues supuse que, en cualquier momento de aquel día, la lluvia se iba a precipitar.
Caminaba decidida, con la frente en alto y los ojos sobre la acera. Una parte de mí me decía que las respuestas estaban al final del camino, pero no sería fácil atravesarlo. Luego de un par de cuadras, llegué hasta la entrada de la estación de metro más cercana. Bajé las escaleras repasando en mi mente las paradas que debía pasar hasta llegar a la que me dejaría más cerca de la mansión May, la estación Pimlico.

Como era costumbre en el viejo Londres, la estación estaba repleta de personas. Algunos bajaban de los vagones mientras otros se empujaban para subirse. El caos era muy similar al Parisino, sin embargo, nada se comparaba al orden y la organización inglesa, pues, a pesar de estar apretujados, todos sabían hacia donde debían ir, y cómo hacerlo, sin entorpecer el camino de los demás. Aquel era un detalle que apreciaba de la ciudad y que solía extrañar durante mis primeros años en la capital francesa, antes de que pudiera pagarme mi auto y la vida fuera un poco más difícil.
El tren llegó rápidamente, en el tiempo estimado. Sin dudarlo, salté desde la plataforma hacia el interior, empujada por quienes hacían lo mismo detrás de mí. Miré a mi alrededor, casi no había espacio para sentarse, excepto en un pequeño lugar entre una mujer muy mayor, quien parecía estar volviendo a casa después de hacer las compras del mes, y un adolescente que traía el uniforme del colegio y estaba escuchando música en sus auriculares. Me acerqué a ellos con timidez, como si hubiera olvidado lo que sentía correr a tomar un asiento antes de que alguien más lo haga. Giré la cabeza varias veces, intentando establecer contacto visual con alguno de ellos, pero fue inútil. Solté un pesado suspiro y, sin más preámbulo, me senté. Ninguno de los dos pareció perturbado por mi presencia junto a ellos, lo cual, pensé después, era beneficioso cuando querías sentarte en el servicio público sin que un extraño se dé la vuelta para contarte sobre su vida. Y sabes, yo soy psicóloga, trabajé toda mi vida escuchando personas, pero hacerlo en el metro, gratis, era una tarea despreciable.

Media hora después, cuando ya la mitad de los pasajeros habían descendido del tren y otra mitad había entrado en su reemplazo, oí por el pequeño parlnte el nombre de la estación en la que debía bajar.  Ni el joven ni la anciana notaron que me había levantado, y por un momento dude si acaso estaban despiertos o fingían más bien no verme. De igual manera, corri hacia la puerta y salté a la plataforma, sin demasiada gracia, ya que alguien detrás de mí había puesto su pie demasiado cerca del mío, haciendo que me tropezara levemente.

— Rayos — balbuceé mientras me enderezaba, esperando que la persona con la que me había tropezado me oyera. Sin embargo, al levantar la mirada me di cuenta de que no había nadie más allí.

Algo desorientada, me volví hacia adelante y seguí mi camino hasta la salida. Si bien las memorias de mi madre no eran demasiado explícitas respecto a la ubicación del ahora museo May, su reciente popularidad turística hacía que fuera más fácil de localizar.
En efecto, una vez que me hallé nuevamente en la acera, caminando un par de metros hacia el sur, un cartel llamó mi atención, en él se leía: "Paseo por el museo de la Mansión Blanca de Londres". Casi como leyendo mis pensamientos, la ciudad me había ayudado a llegar a mi destino. Tenía que continuar caminando por la misma calle un par de cuadras y luego girar a la derecha, y desde allí, otro par más, hasta que, finalmente, daría con la mansión.
Sin embargo, mientras caminaba concentrada en mis propias direcciones mentales, una sensación extraña me detuvo. Se sentía casi como un deja vu, como si me hubiera ocurrido lo mismo antes. Miré a mi alrededor, había tenido la vaga sensación de que estaba siendo observada. Entonces me di cuenta, mi memoria estaba haciendo eco al relato de Alice, pues yo también, al igual que ella, estaba siendo observada. O al menos, eso pensaba.
Me tomé unos segundos para inspeccionar mis alrededores, pero no fui capaz de hallar nada sospechoso, más bien, como de costumbre, las personas que caminaban a mi lado tenían la mirada clavada en el suelo y sus cuellos torcidos, casi incapaces de distinguir a quién tenían a su lado.

Nuestro atardecer doradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora