Capítulo 2 - Los granos de la vida

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De nuevo llego tarde a clase. La primera hora es un suplicio. Mis dieciséis años irrumpen con un acné incontrolable y cada mañana me veo la cara amanecer con un nuevo grano horroroso que me provoca un llanto y una rabia intensa. Según su tamaño y localización, llego más o menos puntual a clase. La operación de reventarlo y ocultarlo puede llegar a ser muy laboriosa. He aprendido a dejarme el flequillo largo y a echarme el pelo sobre la cara según la zona que quiero cubrir. Es toda una proeza, una habilidad magistral adquirida a base de erupciones dermatológicas impredecibles; o sea, gracias a mi acné. Las sudaderas con capucha también son un buen recurso, sobre todo si los granos aparecen cerca del cuero cabelludo. Mi mayor prioridad es pasar desapercibida, no tengo ningún interés en que la gente se fije en mí. Con mis cuatro o cinco amigos me sobra, no me interesa ser la reina de ninguna fiesta, pero sí que exijo que nos dejen en paz y que de vez en cuando nos podamos reunir en un sitio tranquilo. A este lugar le hemos puesto un nombre y se llama Menorca. Es una pequeña y bonita isla del Mediterráneo. Si vamos a Menorca significa que nos reunimos para hablar de nuestras cosas libremente porque algo nos agobia. Como en Menorca, estamos lejos del ruido y de la gente; como en Menorca, nos sentimos muy tranquilos y libres, y, además, como en Menorca, sabemos que es mejor moverse de costa según el viento que sople. Si llega viento del norte, tramuntana: esto son las bromas, los ataques, las burlas. Entonces nos reunimos en mi casa. Si viene viento del sur, migjorn: es el aburrimiento, el pasotismo, la pereza... Quedamos en el bar El de Siempre, donde nos ponen unas patatas bravas tan buenas que nos suben la moral. Menorca es nuestro espacio sagrado, nuestro pequeño santuario sin paredes, sotanas ni objetos religiosos. Cuando vamos a Menorca todos compartimos cómo nos ha dejado una situación de la forma más sincera posible. Es como reunirnos alrededor de un altar en el que cada uno deposita algo de su experiencia.

Este año aprendí que hay granos peores en la vida que los de mi cara, granos que irrumpen en cualquier momento, escuecen y te amargan la existencia. Nico es uno de ellos. Es como el bufón de la corte, pero con mala hostia camuflada. Nadie quiere pasar por el filo de su lengua, pues no deja vivo ni al tato. Descuartiza a cualquiera con comentarios burlones y crueles. Eso sí, siempre con un tono de voz amable. Esto es lo que más nos confunde. A muchos nos da miedo, yo incluida. Por fortuna, yo soy casi invisible para él, no le ofrezco nada interesante para prestarme atención, pero esta mañana que llego tarde y que, sorprendentemente, él está en clase, se fija en mí o, más bien, en el grano que yo acabo de estrangular una hora antes. El mayor gesto de desprecio que un ser humano puede ofrecer a otro me lo muestra al mirarme. Su nariz respingona se arruga todo lo que puede y la mitad de su labio superior asciende hasta el cielo. A este gesto de asco se le une una voz demasiado suave que me provoca todavía más desconcierto:

—Querida, ¿te has mirado la cara esta mañana antes de salir de casa?

—Sí, ¿por qué?

—Yo creo que no te has mirado porque tienes sangre.

—¿Sangre? ¿Dónde?

—Ahí. —Y señala con su dedo pálido y delgado el lugar exacto donde está mi grano. Retira el brazo con rapidez, como si le causase demasiado esfuerzo mantener la atención en mí.

Su mirada se cruza con la reina ante el triunfo alcanzado de buena mañana; a tan solo veinte minutos de empezar la primera clase ya ha obtenido una victoria. Unas risitas de fondo interrumpen la explicación. Me pongo cada vez más nerviosa porque no encuentro ningún pañuelo, así que decido levantarme y sin permiso salgo de la clase.

—¿Dónde vas Judith? —me pregunta la profesora.

—Al lavabo, es una urgencia.

—No puedes salir sin permiso, Judith.

—Ya lo sé, pero me voy.

—Corre, corre, que si no se hace más grande y revienta —dice Nico por lo bajo.

Solo algunos de la clase se ríen, el resto no saben ni de qué va el tema. Salgo en estado de fuego, si me tocan prometo que ardo o, al menos, saltan chispas. Me calmo un poco en el baño y vuelvo al aula con una mezcla de enfado, vergüenza y confusión. En este estado nunca sé cómo puedo reaccionar, depende de cuál de los tres inquilinos de mi alma gane en ese momento, y es difícil averiguarlo: el enfado, la vergüenza o la confusión. Y esta vez, contra todo pronóstico, gana el enfado. Nunca dejo de sorprenderme a mí misma. Al entrar en clase oigo de nuevo su voz forzadamente suave:

—Querida mía, me habías preocupado. Pensaba que...

Este comentario —«me habías preocupado...»— aviva mi fuego casi hasta el extremo, y le grito olvidándome de dónde estoy:

—¡Primero, no mientas! Yo no soy querida tuya. Si tuviera que poner un nombre a cómo me tratas, más bien diría «odiada mía». Y segundo, yo tengo un grano en la cara que acabará explotando pus y se curará, pero tú tienes un grano enorme y amargo en el corazón que solo saca mierda y que es muy difícil que se cure.

La cara de Nico es indescriptible. Se hace un silencio sepulcral en la clase, como si hubieran estado esperando este comentario desde hace años, como si yo hubiera dicho lo que todos han querido decir en algún momento. Prometo que ni yo sé a veces de lo que puedo ser capaz.

Esta es una de las conversaciones más largas que he tenido con él. Nico es casi dos años mayor y viene muy poco a clase. Aparece, quizás, solo uno o dos días, lo justo para contarnos a todos lo explosivo de sus fiestas de fin de semana. En la pista de baile casi provocaba un éxtasis colectivo ante el contoneo y ritmo de sus indomables caderas. Su cuerpo desafiaba todas las leyes del equilibrio y atraía todas las miradas; así nos lo hacía saber. Si se trataba de alcohol, Nico se había cogido las mayores borracheras del universo con los últimos cócteles, que él siempre había probado. Por supuesto, las drogas y él intimaban, y se metía las mejores y más puras rayas de cocaína que siempre aumentaban su vigor impulsándolo a un desenfreno incansable y extático durante tres días seguidos. Nada había del sexo que Nico creyera no conocer; para él, era un triunfo y una conquista continua. Había explorado y disfrutado todas las posturas, las compañías y las posibilidades de alcanzar orgasmos, y siempre triunfaba en su empeño por alcanzar el mayor placer imaginable. No sé por qué razón sentía una necesidad imperiosa de contárselo todo a los demás.

¿Y los viajes? Nico conocía todos los rincones del planeta, había viajado a todos los sitios y, siempre, invitado por supuestos amigos. En un corto periodo contabilicé más de diez salidas por lo que compartía en Instagram: Estambul, Mallorca, Málaga, Ibiza, Sicilia, Londres, otra vez Ibiza, Ámsterdam e Ibiza una vez más. Nada parecía ya sorprenderle, y quizás esta era su tragedia, que con diecisiete años nada le sorprendía, con diecisiete años ya nada le cautivaba. Y con diecisiete años, todo lo que tenía que mostrar y exhibir no dejaba que ningún aspecto de su vida supusiera un misterio para los demás.

Cuando venía al instituto, secuestraba a la reina y ambos se derretían en halagos mutuos —qué falda tan mona, qué buen gusto—, recomendaciones de tiendas, ropa, discotecas, amistades... y, por supuesto, nos pasaban a cuchillo a todos. Con la hoja más afilada posible nos hacían pedazos uno a uno: que si no tiene culo, que si le sobra nariz, que si es calvo, que si no tiene gusto, que si es una desesperada, un básico, un colgado, una chupapollas, una puta, una calentona... La cuchilla podía llegar a ser muy penetrante.

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