Capítulo 2 - Tapando bocas

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Cómo no, a la salida de clase me están esperando mis amigos y Marina celebra demasiado triunfante mi comentario.

—Judith, tía, le has tapado la boca a un miembro de la monarquía absoluta de nuestra clase.

—¡No me siento demasiado orgullosa, Marina, se van a vengar!

—Joder, deberías estarlo. Yo le hubiera metido una hostia, pero no me dejan. Me lo ha prohibido mi psicóloga. Dice que violencia nada —explica ella.

—Espero que no lo hagas solo porque te lo prohíbe tu psicóloga —respondo.

—No, tampoco lo hago porque me saca dos cabezas y todavía soy cinturón verde —remata.

Me hace reír, lo consigue con su desparpajo.

—Esto merece un viaje a Menorca —nos anima Fátima—. ¿Cuándo nos reunimos?

—Sí, es verdad. Vayamos a Menorca, que necesitamos pensar y coger fuerzas —dice Diego.

Marina es una buena amiga. De hecho, viene con nosotros a temporadas. De alguna forma, le damos algo de pena y quiere protegernos. Por eso creo que ahora está tan orgullosa de mí. Es un nervio con patas, muy inteligente y practica boxeo. Tiene un año más que nosotros. Se siente abogada de las causas perdidas y por esta razón creo que le caemos tan bien: nos siente a todos muy vulnerables y ella tiene el deber de cuidarnos. Más de una vez ha dado la cara por nosotros y la hemos tenido que parar porque se ha llegado a encarar demasiado.

Pero Marina desaparece de vez en cuando. Vive sus amoríos intensamente y cuando tiene pareja no la vemos durante semanas, hasta que se acaba y reaparece. Las relaciones la consumen, las empieza a una velocidad vertiginosa y las acaba casi siempre en conflicto. Entonces entra en una temporada turbulenta y deprimida, pero acaba saliendo adelante. Somos muy distintas y, a pesar de todo, podemos hablar con mucha franqueza. A mí me atrae mucho. Más de una vez me gustaría estar muy cerca de ella más tiempo para ver si se me pega algo que yo no tengo. A su lado se me va el tembleque; de repente, me siento fuerte, y eso me agrada mucho. Por eso siento incluso, a veces, la necesidad de retenerla a mi lado, hasta de poseerla y hacerme una transfusión de sangre a ver si se me contagia más su valentía. Se enfrenta con tanta naturalidad a las injusticias que parece que no le cueste. Muchas veces la miro y me pregunto de dónde saca tanta fuerza. Además, tiene un cuerpo diez que hace que muchas chicas la admiren. De alguna forma, yo sé que le doy un poco de pena, pero me trata con mucho respeto y eso me atrae todavía más.

Algo mío la conmovió, lo recuerdo como si fuera ayer mismo. Fui una tarde a recoger a mi hermano Tomás a la escuela especial. Ese día, él estaba bastante irritable y su manera de demostrarlo era tirándose al suelo, quitarse los zapatos y de aquí no hay quien me mueva. Era noviembre y yo, nueva en el instituto. Tuve la mala suerte de pasar con él por una plaza donde estaban muchos de mis compañeros de clase. Me morí de la vergüenza cuando descubrí que tenía que pasar delante de los populares. Mi hermano parece que sintió algo, tenía este don, y, justo delante de ellos, se sentó en el suelo y se negó a levantarse.

Hay miradas que no se olvidan, que quedan grabadas en lo más profundo del corazón, y las de burla y pena con el mensaje de «menos mal que a mi familia no nos ha tocado esto» aprendí muy pronto a detectarlas. Me acorralaron.

—Vamos, Tomás, nos espera la mamá —le expliqué.

Tomás no se movía y ellos más se reían.

—Tomás, la mamá se va a enfadar —le insistí.

Y Tomás se quitó una zapatilla. Y más risas alrededor, risas estridentes que, si pudieran materializarse, lanzarían un dardo de la boca a cada carcajada, directo a la parte más tierna y desprotegida de mi corazón.

—Tomás, voy a llamar a Rodrigo —lo amenacé.

Y Tomás se quitó la otra zapatilla. Con los nervios, al recogerlas se me cayeron todos los libros, el estuche, los lápices, la cartera con el dinero. Y cada vez había más ojos a nuestro alrededor. La impotencia me hizo llorar y empecé a gritarles:

—¡Por favor, iros! ¡Estáis muy cerca y sois mucha gente y se está poniendo cada vez más nervioso!

Pero nadie parecía querer perderse este espectáculo. Fue en ese momento cuando apareció Marina a su más puro estilo:

—¿Qué pasa aquí? Cagando leches todo el mundo, a vuestra puta casa. Dejadlos en paz o, si no, os meto una hostia a cada uno.

— Uuu, qué matona —oí decir.

El caso es que su amenaza funcionó, porque era verdad que Marina era capaz de liarse a puñetazos, todos la habíamos visto. La gente empezó a dispersarse y al final se me acercó y me preguntó qué necesitaba. Le dije que, si traía una galleta de chocolate, Tomas se levantaría. En dos minutos volvió con un paquete de galletas que enseñó a mi hermano y este, sin dudarlo, se puso de pie y echó a andar. Volví llorando a moco tendido a mi casa y Marina me acompañó. Fue el primer día que vino y subió. Le presenté a mi madre. Ella me miró a los ojos y me preguntó qué había ocurrido.

—Tomás se sentó en el suelo de la plaza a la salida de clase y no se quería levantar. Además, delante de la gente más gilipollas de clase.

—Judith, no me gusta que hables así.

—Pero, mamá, eran los más gilipollas de clase, no encuentro otra forma de describirlos. Cuando se sentó en el suelo, nos rodearon y Tomás se iba poniendo más nervioso y yo intentaba que se levantara y ahí estaban todos riéndose cada vez más fuerte.

—Pues sí que eran gilipollas. Pobre Judith. Cuando Tomás se pone así es muy complicado hacerle cambiar de opinión. —Mi madre nos hizo reír porque no solía decir palabrotas.

—Es que mi hermano, cuanto más gilipollas es la gente de alrededor, más se altera. Pero bueno, mamá, aprovecho y te presento a Marina. Ya te he hablado de ella. En la plaza nos ha ayudado mucho. Ha disuelto al grupo con amenazas de darles. Marina los tiene cuadrados y es muy valiente.

—Señora, es que no aguanto que la gente se meta con nadie, y menos con los débiles.

—Te agradezco la ayuda, Marina. Me puedes llamar Carmen.

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