Capítulo 3: El trabajo en Grupo

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Con quien mejor relación tengo es con Diego. Desde el inicio de la secundaria siempre nos buscamos, es como si tuviéramos intereses de otro mundo y solo pudiéramos compartirlos con el otro. Nos encanta la filosofía y tenemos muchas inquietudes de este estilo.

Diego es, sin duda, el más equilibrado de todos y, a decir verdad, no entiendo muy bien qué lo impulsa a estar con nosotros. Por carácter y destreza, puede meterse a todo el mundo en el bolsillo, pero le gusta ser uno de los nuestros. A veces se escapa también con sus amigos de baloncesto, es un apasionado, y con los del club de astronomía, otra pasión. Además, trabaja en el bar de su padre. Cuando nos dejan hacer trabajos en parejas, siempre nos elegimos porque nos acoplamos muy bien, devoramos los libros, nos repartimos el trabajo y discutimos las conclusiones. A veces, en la hora del descanso, vamos a la biblioteca a acabar algunos trabajos. Esto molesta mucho a la monarquía de nuestra clase. Parece que disfrutar aprendiendo y querer tener más conocimiento transgrede alguna norma oculta.

Hace unas semanas nos hicieron mucho daño; creo que fue una venganza por lo de Nico. Estábamos discutiendo sobre el sentimiento de culpa real y el sentimiento de culpa neurótico a raíz de un caso que nos pusieron en la clase de Ética, el del piloto de Hiroshima.

—Venga, Judith, no siempre que tenemos la culpa de algo es porque hayamos hecho algo mal.

—Ya lo sé, pero a veces, aunque no sea exactamente por eso, la culpa nos muestra algo de nosotros que nos incomoda o, al menos, nos cuestiona.

—Explícate.

—Pues que las cosas no son blancas o negras.

Estábamos enfrascados en estos temas cuando miembros de la monarquía, como si no fuera con nosotros, empezaron a tener una conversación en voz lo bastante alta dedicada a nosotros. No sé quién dijo qué, porque cualquiera podría ser el responsable. Eran todos tan iguales en estos temas. Parecía que hubiera una torre de control que mandara palabras al pensamiento único que circulaba entre todos los cerebros.

—Hay gente que no se come un rosco y por eso se pasan los descansos en la biblioteca.

—Judith y Diego tendrían que follar más y pensar menos.

—Me apuesto que ninguno de los dos ha follado, ni siquiera entre ellos.

Y se fueron.

Nos quedamos los dos en silencio; todavía no teníamos coraje de reírnos de estas cosas. Era como si unos desconocidos se hubieran atrevido a entrar en nuestra casa sin permiso y a opinar de todo sin tener ni puta idea de nada. Ni siquiera nos atrevimos a contárselo al resto de amigos. Consiguieron avergonzarnos y hacernos sentir mal. Solo me salió preguntarle a Diego:

—Siguiendo con nuestra conversación, ¿ves cómo a veces uno se siente culpable sin haber hecho nada malo?

—Sí, es verdad.

Hubo tres minutos seguidos de silencio, juro que los conté, y Diego lanzó una pregunta al aire.

—¿Por qué les jode tanto nuestra amistad?

Y yo, sin saber cómo, respondí también al aire:

—Porque los provocamos.

Y esta conversación siguió unos años después, porque ninguno la olvidamos.

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