Capítulo 1 - Los Charcos

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Llueve a cántaros, pero no me importa mojarme. Sé que me quedan solo unos minutos para llegar a casa y allí me cambiaré y me secaré el pelo. La lluvia me está calando hasta la ropa interior. Voy pisando los charcos uno tras otro y el agua me salpica la cara. Una auténtica guarrada, lo reconozco, pero me fascina. Cuando hay tormenta, la gente se refugia para no mojarse y las calles se quedan vacías. A mí me encanta ponerme bajo la lluvia. Es una manera de gritar a todo el mundo que mi mochila, mi ropa o mi móvil no son lo más importante, que las notas y mi aspecto no son el sentido de mi vida. Les digo a todos sin palabras que la naturaleza nos desborda y nos obliga a cambiar los planes y que las personas no tenemos la última palabra sobre lo que acontece. Yo lo celebro de esta manera porque me da la gana.

A través de la cortina de agua, veo a unas chicas observándome. Es el portal donde vive Sandra y me parece verla junto a su amiga Paula. ¿Serán ellas? Seguro que aprovechan esta situación para seguir diciendo que soy «rara». Y yo me sigo preguntando qué significa ser rara: ¿que no soy como ella quiere que sea? ¿Que no me adapto a sus expectativas? ¿Que soy distinta? Entonces, toda la humanidad seríamos raros. Fijo que en menos de veinte minutos estas dos idiotas -porque lo son y mucho- ya habrán colgado una publicación en Instagram para reírse de mí. Tienen una fuerte necesidad de hacer sentir mal a los demás a toda costa. Es como si tuvieran una herida repleta de mierda que necesitan verter sobre las personas más vulnerables. La lluvia sigue cayendo y arrastra también esta preocupación, que dura menos de lo que tardo en saltar sobre cuatro charcos más antes de llegar a casa.

No encuentro las llaves en la mochila y me abre la puerta mi hermano Rodrigo:

-¿Has tenido clase de natación vestida a última hora?

-Sí, y he venido nadando a casa.

-Una nueva modalidad deportiva, imagino. Te ahorrarás mucho en transporte los días de lluvia. -Nos reímos los dos.

-¿Está mamá? -pregunto.

-Sí, pero está en una videollamada.

Dejo un reguero de agua por todo el pasillo que delata mi paso hacia el cuarto de baño. Quitarme la ropa empapada y secarme con una toalla es una auténtica gozada; me devuelve todavía más un sentido de hogar, de acogida, de este es mi sitio.

-¿Judith, estás bien? -me pregunta mi madre al otro lado de la puerta.

-Sí, mamá, es que he venido corriendo bajo la lluvia.

-Ya veo, y has traído toda el agua contigo.

-Exaaaacto, por si hay sequía.

-Cuando salgas, acuérdate de secarla, Tomás podría resbalarse -me recuerda.

Ya en la habitación, me tumbo en la cama a mirar el techo y me llega un mensaje de Marina: «Tía, las pavas de turno atacan de nuevo». Veo la captura de una foto acompañada de un mensaje: «Solo las raras saltan en los charcos». Una rabia incontenible me sube hasta la cabeza. Estoy a punto de estallar. Los puños se me convierten en piedra y prometo que, si las tuviera delante, les lanzaba un tortazo o las enganchaba por el cuello. Estoy harta de Sandra. Pretende dominar a todos los de clase: con quién vamos, quién nos cae bien, quién nos gusta, qué ropa usamos, dónde salimos, qué comemos, qué nos divierte... No tiene una cabeza con neuronas como la mayoría de los mortales, sino una antena radar encima del cuello para estar todo el maldito día pendiente de los demás a todas horas. No soporta que ocurra cualquier cosa en clase sobre lo que ella no tenga el control. Hasta parece que haya que pedirle permiso para sentir algo. Y lo peor es su séquito, el grupo de compañeros marionetas que tiene alrededor. Todo se lo ríen, todo se lo consienten y la hacen sentir todavía más importante.

Cuando llegué nueva a este instituto, nunca imaginé que hubiera establecida una auténtica monarquía absoluta en una clase de bachillerato en pleno siglo xxi. Sandra era la reina, y en su corte imperial destacaban el duque Gonzalo y la marquesa Paula. Nico era otro miembro más. Aparecía de vez en cuando en clase y era el bufón de Sandra y el cotilla oficial del reino; todo lo contaba y todo lo quería saber. Algunos otros integrantes del séquito apoyaban incondicionalmente a la reina. El resto éramos simples lacayos.

Todo el mundo aceptaba que había un sistema autoritario y aplastante que disponía de la vida de sus servidores a su antojo, y nadie hablaba de ello ni parecía atreverse a cuestionarlo. Siempre que me preguntaba si podríamos acabar con la monarquía absoluta algún día, algo me decía que lo conseguiríamos. Se necesitaría una brigada secreta con un cuerpo de inteligencia en toda regla que supiera esperar el momento oportuno para dar un auténtico golpe de Estado. Y lo sorprendente es que tenía un fuerte presentimiento de que la aboliríamos no sé cómo, pero que llegaría a su fin en menos tiempo de lo previsto.

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