Capítulo 4: La sombra

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Dejamos de hacer cosas juntos porque notamos más su ausencia y pasamos casi todo el verano solos, mirando el móvil por si nos sorprende un mensaje, que nunca llega. En mi casa notan mi bajón, devoro todos los libros a mi alcance y acompaño a mi madre y a Tomás a la playa. Siempre viene alguien más: mi hermano Rodrigo cuando no trabaja, mi tío Sergio, amigas de mi madre.

—Judith, tenéis que darle tiempo a Diego y verás como contacta de nuevo con vosotros —me dice mi madre.

—¿Tú crees, mamá? —pregunto.

—No puede ser de otra manera.

Mientras mi madre me intenta animar, contemplo a mi hermano Tomás en la orilla. No hay nada que le guste más que el agua de mar. Chapotea y juega con el agua como el niño más feliz del mundo. Lanza un cubo a las olas que se lo devuelven a la orilla y él lo vuelve a lanzar. Este juego encierra toda la diversión del mundo y disfruta cuando las olas le vuelven a traer el cubo de una manera siempre distinta y sorprendente. Me da envidia. Tomás no parece preocuparse por lo que los demás hacemos, no parece afectarse por la tristeza que a todos nos sacude, vive en otro mundo al que es difícil acceder y al que yo siempre sueño con poder entrar. Cuántas veces he soñado con que un día me hablaría, pero la realidad es que Tomás no dice ni una palabra. ¿Qué pensará de mí?, pienso tantas veces. A lo mejor se sorprende por lo que sufrimos, porque ahí, en su mundo, las coordenadas son muy distintas y solo existe el presente. Para Tomás, ahora solo existe el agua de mar, y ahí está él. En eso nos da una lección. Yo estoy en la playa, pero no estoy. Más bien, mi cabeza sigue en las conversaciones que he tenido con Diego: en qué le he podido fallar, qué le ha podido molestar...

Llega el mes de agosto y Marina se va al pueblo con su madre y su pareja. Disfruta lejos de todo y en contacto con la naturaleza.

—Os dejo un mes solos, pero me tenéis que prometer que, si Diego da señales de vida, me lo diréis en seguida.

—Que sí, Marina, te lo prometemos. Vete tranquila —digo yo.

—Es que me da miedo que os pase algo y yo no esté.

—¿Qué harías tú, meterte en otro lío? —pregunta Fátima.

—Al menos reparto leches.

—Quizás ahora no es lo que más nos ayuda —dice Fátima.

Y Marina se va al pueblo. Quedamos Juan, Fátima y yo en el barrio, cada cual en su mundo. A mediados de agosto, estamos un día en mi casa, con mi hermano Rodrigo, tomando un helado y Fátima nos cuenta que a principios de septiembre se va a Marruecos durante seis meses.

—¿Tanto tiempo? ¿Y qué harás con los estudios? —pregunta Juan.

—Ya lo hemos hablado con el instituto y seguiré matriculada. Me enviarán trabajos cada semana que tendré que hacer por mi cuenta —aclara.

—¿Y es necesario que te quedes tanto tiempo? —pregunto yo, triste.

—Sí. Voy a acompañar a mi madre. Mi abuela está muy enferma y mi madre quiere cuidarla. Yo estaré más pendiente de mi hermana pequeña.

—¿No te da miedo irte tanto tiempo?

En la vida de Fátima hay una sombra de amenaza: el matrimonio forzoso. Nos ha contado que en su familia es todavía una costumbre que, cuando las chicas llegan a los dieciocho años, las llevan a Marruecos y se celebra un matrimonio apalabrado entre los padres con alguien que ellas no conocen. A Fátima le aterra esta posibilidad y nos lo ha confesado en algún momento. Todavía no es mayor de edad, pero la posibilidad de que no vuelva si va a Marruecos y de que la casen existe.

—No, porque mi padre quiere que vuelva a España. Ya le ha dicho a mi madre que en febrero quiere que esté aquí para ayudarlos. Si él viniera y se quedara con nosotros, sí que se me dispararían las alarmas, porque significaría que algo serio están organizando.

—Si te pasa algo y no puedes volver, te iríamos a buscar de alguna manera —dice Juan.

—No creo que pudierais llegar a mi pueblo, pero agradezco el apoyo.

—¿Te has planteado qué hacer si te obligaran a casarte? —pregunto.

—Sí. El problema es que es incuestionable y seguramente me tendría que ir de casa. Hay asociaciones e incluso el ayuntamiento tiene un programa para ayudarnos y poder hacer vida nueva en otro sitio.

—Joder, qué fuerte, Fátima. Eres muy valiente. Lo dices con tanta tranquilidad —dice Rodrigo.

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