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EL RECIPIENTE
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Había un lugar además de Álvarez, explico Natsu a Gray y a Erza, al que pensó que Lucy podría haber ido. Realmente no esperaba encontrarla allí; para entonces, se había convencido de que Lucy había traspasado de nuevo el portal para regresar a su vida --arte, amigos y cafés con ataúdes haciendo las bases de mesas--, dejando atrás aquel mundo devastado. Bueno, casi se había convencido, pero algo lo arrastró hacia el norte.

- Creo que siempre te encontraría - le había dicho hacia solo unos días, mucho antes de que rompieran el hueso de la suerte - Sin importar lo escondida que estuvieras.

Pero no se había referido a...

No así.

En los Montes Hakobes, las cumbres heladas que durante siglos habían servido de frontera entre Álvarez y las Tierras Libres, se encontraban las cuevas de los Kirin.

Era allí donde Ashley había vivido de niña, y a dónde una tarde, ya muy lejana, había regresado entre rayos de luz diamantina para descubrir que su tribu había sido masacrada y apresada por los ángeles mientras ella jugaba lejos. El puñado de pieles de sílfide que llevaba sujeto en su pequeño puño había caído en el umbral y el viento los había barrido hacia el interior. El tiempo los había transformado de seda a papel, de traslúcidas a azules, y luego finalmente en polvo; cuando Natsu entró en las cuevas, otras pieles de sílfide cubrían el suelo. Sin embargo, no percibió ni un solo destello, ni un aleteo a las criaturas a las que pertenecían, ni de ningún otro ser vivo.

Había estado allí en otra ocasión, y aunque habían transcurrido muchos años y sus recuerdos estaban distorsionados por el dolor, tuvo la impresión de que nada había cambiado. Aquella estructura de estancias y senderos tallados que se internaban hacía las profundidades de la roca con absoluta suavidad tenía algo de naturaleza y algo de arte, y contaba con ingeniosos canales laborados por doquier que actuaban como flautas de viento y llenaban hasta las cámaras más remotas con una música etérea. Quedaban algunas reliquias solitarias de los Kirin: alfombrillas tejidas, capas en posaderos, sillas aún tiradas donde habían caído durante el caos de los últimos momentos de la tribu.

Sobre una mesa, a la vista, Natsu encontró el recipiente.

Parecía un farol, estaba hecho de plata batida oscura y sabía lo que era. Había visto suficientes durante la guerra: los soldados quiméricos los llevaban en unos largos báculos curvos. Ashley sujetaba uno cuando la vió por primera vez en el campo de batalla de Hargeon, aunque en aquel momento no supiera de qué se trataba, ni qué estaba haciendo ella con aquello.

Ni que se trataba del gran secreto del enemigo y la clave de su perdición.

Era un turíbulo --un recipiente para recoger las almas de los muertos y conservarlas hasta su resurrección-- y no parecía llevar demasiado tiempo sobre la mesa. Había polvo debajo de él, pero no sobre él. Alguien lo había colocado allí recientemente; Natsu ignoraba quién, y por qué.

Todo lo relacionado con su existencia parecía un misterio, excepto una cosa.

Sujeto al recipiente con un hilo plateado había un pequeño cuadrado de papel sobre el que había escrita una palabra. Era una palabra quimérica, y en aquellas circunstancias la burla más cruel que Natsu pudiera imaginar, ya que significaba esperanza y supuso el final de la suya, pues era también un nombre.

Era Lucy.

Días d Sangre y Resplandor #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora