LA COLMENA
________________________- Sabían que veníamos.
Ocho serafines contemplaban la aldea vacía. Por todas partes había evidencias de una partida apresurada: puertas abiertas, humo en las chimeneas, un saco olvidado en el lugar en el que había caído desde la parte trasera de algún carro y el grano que contenía, derramándose. El ángel Jenny regreso de nuevo hacia la cuna que había junto a unos escalones para atravesar la valla. Estaba tallada y pulida, mucho, y pudo ver en los lados huecos desgastados con forma de hacerla mecido durante incontables generaciones. Y de cantar, pensó, como si también pudiera imaginar aquello; durante un brevísimo instante sintió la angustiada decisión de la madre bestia al admitir, en aquel preciso lugar, que la cuna era demasiado pesada para cargarla mientras huían del lugar.
- Por supuesto que lo sabían - dijo otro soldado - Venimos por todos ellos - pronunció aquella frase como si fuera ley, como si los extremos de sus palabras pudieran alcanzar la luz del sol y brillar.
Jenny lanzó una mirada cansada, muy cansada, ¿Cómo podría mostrarse vehemente con aquello? La guerra era una cosa, pero esto... Estás quimeras eran criaturas que simplemente cultivaban alimentos y los consumían, mecían a sus hijos en cunas desgastadas, y probablemente nunca hubieran derramado una sola gota de sangre. No se parecían en nada a los resucitados a los que los angeles se habían enfrentado toda su vida --toda su historia-- los agresivos y brutales monstruos que podían cortarlos por la mitad de un solo tajo, hacerlos tambalear con la fuerza de sus ojos de diablo tatuados, desgárrarles la garganta con los dientes. Esto era diferente. La guerra nunca había llegado hasta allí; el caudillo la había mantenido resguardada en los límites del territorio. En la mitad de los casos, estas aldeas repletas de granjeros ni siquiera disponían de milicia, y cuando la tenían, su resistencia era muy pobre.
Las quimeras estaban pérdidas --Álvarez marcó su final--. El caudillo había muerto y, el resucitador, también. Los resucitados ya no existían.
- ¿Por qué no los dejamos escapar? -- sugirió Jenny, contemplando aquel agradable territorio verde con vagas colinas difuminadas como pinceladas. Varios de sus compañeros se rieron, como si hubiera sido una broma. Ella permitió que pensaran eso, aunque su esfuerzo por sonreir no tuvo éxito. Sentía el rostro rígido, la sangre lenta en sus venas. Por supuesto, no podían permitirlo. La orden del emperador era que el territorio quedará limpio de bestias. Colmenas, fue como llamó a las aldeas. Plagas.
Unas colmenas inofensivas, pensó Jenny. Aldea tras aldea, granja tras granja, los conquistadores aún no habían sufrido ni un solo ataque. Era un trabajo fácil. Terriblemente fácil.
- Entonces, acabemos con esto - dijo ella con el rostro rígido, con el corazón de piedra - No pueden estar muy lejos.
Resultaba sencillo rastrear a los aldeanos, su ganado había dejado eces frescas a lo largo del camino sur. Por supuesto, estarían huyendo hacía las Tierras libres, pero no habían recorrido mucha distancia. Algo menos de cinco kilómetros, el camino paraba bajo el arco de un acueducto. Era una construcción con tres hileras de arcos superpuestos, monumental y en parte derrumbada, de modo que las piedras caídas ocultaban el pasadizo. Desde el cielo, el camino que aparecía adelante se notaba claramente marcado, descendiendo serpenteante hacía un estrecho valle que parecía una raya en una melena verde, como el denso bosque a ambos lados. El rastro de las bestias --el cuál consistía en estiércol, polvo y huellas-- no continuaba.
- Están escondidos bajo el acueducto - anunció Ren, el de la vehemencia, desenvainando la espada.
- Espera - Jenny sintió como esa palabra se formó en sus labios y abandonaba su boca. Sus compañeros soldados la miraron. Eran ocho. La caravana de esclavos avanzaba por tierra al pesado ritmo de sus presos y se encontraban a un día de distancia por detrás de ellos. Ocho soldados seráficos eran más que suficiente para acabar con un poblado como aquel. Jenny sacudió la cabeza - Nada - añadió, y les indicó con un gesto que descendieran.
Parece una trampa. Eso le había pasado por la cabeza, aunque no era más que un pensamiento reflejo de la guerra, y la guerra había acabado.
Los serafines descendieron por ambos lados del pasadizo, atrapando a las bestias entre ellos, ante la posibilidad de que hubiera arqueros --no había un elemento más igualador de fuerzas que las flechas-- se mantuvieron pegados a la roca, fuera de su alcance. El día era luminoso y las sombras, profundamente negras. Los ojos de las quimeras, pensó Jenny, estarían acostumbrados a la oscuridad; la luz los deslumbraría. Acabemos con esto, pensó, y dió la señal. Entró de un salto, las alas ardientes y cegadoras, la espalda baja y dispuesta. Esperaba encontrar ganado, aldeanos encogidos del miedo, el sonido que se había vuelto familiar: gemidos de animales acorralados.
Jenny vió ganado y aldeanos encogidos de miedo. El fuego de sus alas las dibujó de manera espectral. Sus ojos brillaron con el resplandor del mercurio, como seres que viven para la noche.
Estaban gimiendo.
De repente, una carcajada que sonó con el chasquido de un cerillo al encenderse: seco, oscuro. Fuera de lugar. Y cuando el ángel Jenny vió que algo más los esperaba bajo el acueducto, supo que se había equivocado. La guerra no había terminado.
Aunque para ella y sus compañeros, finalizó en ese instante.
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Días d Sangre y Resplandor #2
Fiksi PenggemarLa estudiante de Arte y aprendiz de monstruos, Lucy, tiene por fin las respuestas a las preguntas que se lleva haciendo desde niña: por fin sabe quién es y, sobre todo, que es. Pero junto a esta verdad ha conocido otra mucho más dolorosa: el ser al...