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EL PEOR TIPO DE SILENCIO
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Había muchos tipos distintos de silencio, pensó Wendy apretando el rostro contra el hombro de Romeo y tratando de contener la respiración. Aquel era el peor. Un silencio del tipo «haz un solo ruido y morirás», cuya tensión, comprendió instintivamente a pesar de no haberlo experimentado nunca antes, aumentaba cuánto mayor fuera el número de almas con el que lo compartieras. Se podía confiar en que uno mismo permaneciera callado, pero ¿treinta y tantos extraños?

¿Con bebés?

Estaban acurrucados bajo el saliente de tierra tallado por el arroyo en las estaciones de mayor caudal; el agua corría por delante de ellos, golpeando sus pezuñas —y las enormes manos con garras de Romeo— y su borboteo podría difuminar al menos los pequeños ruidos —gemidos o lloriqueos—. Wendy se dió cuenta de que no se escuchaba ninguno. Con los ojos cerrados, podría haber pensado que estaba sola, excepto por el calor de Romeo, que dormía a un lado, y el de Bisca al otro. La madre caprina apretaba a su bebé contra su cuerpo, y Wendy seguía temiendo que Asuka llorara, pero no lo hizo. Aquel silencio, pensó, era sorprendente: algo perfecto y resplandeciente, pero también frágil. Al igual que el cristal, si se hiciera añicos, jamás volvería a recuperarse.

Si Asuka llorara, o si la pesuña de alguien perdiera el agarre y se deslizara por la orilla, o si cualquier sonido se elevara por encima del inocente sonido del arroyo, morirían todos.

Y aunque en lo más profundo de su ser su parte de niña asustada deseara culpar a Romeo por encontrarse allí, no podía hacerlo. Oh, y no porque no lo intentara. Resultaba tranquilizador tener alguien a quien culpar, aunque el problema de Wendy era que si seguía rastreando el origen de aquella culpa, se encontraba a sí misma, descendiendo a toda velocidad por el valle delante de Cherria, con el pelo al viento y sin prestar atención a la llamada de su hermana para que regresara. Aquello no era culpa de Romeo, y además, si no fuera por él, ella y su hermana estarían probablemente muertas. Y los caprinos, bueno, a ellos los estarían matando justo ahora. En ese preciso instante.

Lo extraño y terrible que era saber aquello.

Si Romeo no hubiera olfateado a los caprinos y no los hubiera seguido, si no los hubiera alcanzado ni se hubiera unido a ellos, aquel tenso silencio no existiría en absoluto; unos fuertes ruidos de borrego estarían rasgando ese mismo aire, y Asuka, ese pequeño y dulce cachorro, estaría llorando, igual que todos los demás, en lugar de los Parco.

* * *

— ¡Parcos! — dijo Gray riendo, a Natsu le pareció que con alivio, mientras  veía que en el barranco solo había Parcos, unos greñudos animales con cuernos enroscados, y no aldeanos caprinos; no encontraron ni una sola quimera.

– Tú y tú – Cana señaló a dos soldados – Matenlos. Los demás... – inspeccionó a su escuadrón girando en semicírculo y quedando suspendida en el aire, con las alas tan abiertas que rozaban los árboles inclinados en los bordes del barranco y lanzaban cuántas piedritas – Encuentren a sus dueños.

* * *

Wendy escuchó los alaridos de los Parcos y apretó la cabeza con más fuerza sobre el hombro de Romeo. El dashnag había convencido a los caprinos de que ahuyentaran a su rebaño, retrocedieran por el lecho del arroyo, salieran del barranco, entrarán en aquel otro y se refugiaran. Eran demasiados para ir todos juntos, y los Parcos hacían demasiado ruido eran demasiado rebeldes para confiarles sus vidas; los verían, había dicho Romeo, y tenía razón.

Estaban masacrando a los Parcos.

Wendy agarró firmemente la mano de su hermana; la tenía sin fuerza. Los gritos de los Parcos resultaban espantosos incluso a cierta distancia, pero no duraron mucho, y cuando finalmente se fueron apagando imaginó que sentía a los ángeles revoloteando en el cielo, sobre sus cabezas. Estaban de cacería. Cazándolos a ellos. Apretó la empuñadura de su cuchillo robado y se sintió aún más pequeña, como si hubiera sido hecho para la enorme y brutal mano de un ángel.

Tal vez apuñalara a alguno con él. ¿Qué se sentiría al hacerlo? Oh, su odio era abrazador; casi deseó tener la oportunidad de descubrirlo. Siempre había odiado a los ángeles, por supuesto, pero de un modo lejano y vago. Habían sido los monstruos en los cuentos de antes de irse a dormir. Ni siquiera había visto a ninguno antes de que la capturaran. Durante siglos, aquel territorio había permanecido a salvó —los ejércitos del caudillo lo habían mantenido así— ¡Qué mala suerte vivir en un tiempo en el que ya no existía aquella seguridad! Ahora, de repente, los serafines eran algo real: torturadores de mirada lasciva, hermosos de una manera que convertía la belleza en algo horrible.

Y luego estaba Romeo, tenebroso de una manera que convertía la fealdad… bueno , si no en belleza, al menos en majestuosidad. Orgullo. Que curioso resultaba buscar consuelo en la crueldad del depredador que estaba a su lado, pero lo hizo. De nuevo, Wendy se sintió buscando en sus propias sombras; desde que había caído prisionera, su mundo se había ampliado. Había contemplado serafines y resucitados; había visto y olido la muerte, y ese día, justo ese día, había aprendido más del prójimo que en sus catorce años de vida. Primero de Romeo, luego de los caprinos: ese pueblo con aspecto de cabra al que ella había llamado bestias gregarias, y a los que habría abandonado para que se las arreglaran solos. Bisca había preparado un cataplasma para Cherrya y le había dado varias especias en agua, con la esperanza de bajarle la fiebre. Habían compartido su comida, y Asuka, que olía a hierba, se había encariñado con Wendy y había montado con esfuerzos sobre su espalda un rato, envolviendo con sus pequeños brazos la cintura de la joven, que solo unos días atrás había estado rodeada por un gran grillete negro.

Wendy tenía los ojos cerrados. Apretaba el rostro contra el hombro de Romeo y el costado contra el cuerpo de Bisca, y el silencio los mantenía unidos. Era el peor tipo de silencio, pero un buen tipo de cercanía. Ellos no eran su gente, pero… lo eran, y tal vez eso significara que cualquiera podía ser la familia de cualquiera, lo que resultaba un pensamiento agradable mientras el mundo se desmoronaba. Wendy se preguntó si alguna vez regresaría a casa, con su madre y su padre, para poder contarselos.

Intentó rezar, pero siempre había rezado por la noche y tuvo la sensación de que las lunas ofrecían escasa protección cuando los ángeles decidían cazar de día.

Al final, no fué Asuka quien los delató, sino Cherrya.

Se despertó sobresaltada, y su mano flacida se cerró de repente y se liberó de la de Wendy. Le habia bajado la fiebre, las especias y la cataplasma de Bisca habían funcionado, y cuando Cherrya parpadeó y abrió sus grandes ojos oscuros, los tenía mucho más serenos que la última vez que Wendy se los vió. Solo que… al abrirlos, se encontraron con el aterrador rostro de Romeo a escasos centímetros del suyo.

Cherrya abrió la boca, y gritó.

Días d Sangre y Resplandor #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora