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TERRIBLE DOLOR
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El Lobo estaba en la ventana que había justo debajo de la de Lucy. Tan pronto como Jellal alzó los ojos para buscarla, vió algo negro y bajó de nuevo la cabeza. Apenas le dió tiempo para distinguir en su rostro aquella mirada en parte esperanzada cuando alzó la mano hacia él, indecisa. Sola.

Y luego la evitó.

El Lobo le había advertido que no debía tener ningún contacto con ella. Se lo había advertido a todos, pero Jellal había creído que, al decirlo, aquellos ojos oscuros se habían entretenido en él, y que era él a quien Zeref vigilaba más de cerca. ¿Porque era Kirin? ¿Pensaba que ese simple detalle los vincularía, o es que recordaba a Jellal de niño? ¿En el baile del caudillo?

En la ejecución.

Él había tratado de salvarla. Resultaría tierno si no fuera tan patético —cómo se había acuchillado en el escaso espacio bajo las gradas del evento, reuniendo todo su coraje, aferrando sus espadas de madera sin filo como si con ellas pudiera liberarla—. Las gradas se habían alzado en el ágora para que el pueblo pudiera contemplar mejor la ejecución; era un espectáculo. Ashley, tan quieta y erguida, tan hermosa, había conseguido que las masas que pateaban el suelo parecieran animales, y él, un muchacho delgaducho de doce años, había pensado que podría irrumpir en el cadalso y… ¿qué? ¿Cortar la cuerda que inmovilizaba sus alas, las esposas? La propia ciudad era una jaula; no habría tenido ningún lugar al que escapar.

Tampoco habría importado. Un soldado lo dejó inconsciente con la empuñadura de la espada antes incluso de que sus pies rozaran el base. Ashley no alcanzó a ver su heroica locura. Sus ojos no se habían apartado ni un instante de su amante.

Aquello formaba parte de otra vida. Jellal no había comprendido entonces la traición de Ashley, ni sus consecuencias. Adónde había conducido. Pero ya no era un muchachito enamorado, y Lucy no significaba nada para él.

Entonces, ¿por qué sus ojos se sentían atraídos hacia su ventana? ¿Atraídos hacia ella en las escasas ocasiones en las que bajaba?

¿Era lastima? Con un vistazo bastaba para descubrir lo sola que se encontraba. Los primeros días, en Earthland, había permanecido pálida, temblorosa, muda —claramente conmocionada—. Le había resultado más duro no acercarse a ella entonces, ni dirigirle una sola palabra. Debió de notarlo —que algo en él le impulsaba a responder a su dolor, a su soledad, y ahora ella lo buscaba con aquella mirada en parte esperanzada siempre que lo veía, como si pudiera convertirse en un amigo—.

Y apartó los ojos de ella. Zeref había sido tajante: los rebeldes la necesitaban, pero no podían cometer el error de brindarle su confianza. Era traicionera y debía ser manejada con cuidado —por él—.

Y ahí estaba, bajando para recibir a la patrulla.

– Bienvenidos – dijo Zeref, caminando a grandes zancadas como si fuera el dueño del castillo. El dueño de las ruinas, más bien, sin embargo, aunque aquel palacio de adobe no estuviera a la altura del gran Lobo Negro, él lo reivindicaba cómo había hecho siempre con cualquier cosa (o con todo, como si fuera suyo para hacer con ello lo que le diera en gana hasta que se apoderara de algo mejor). Aseguraba que conseguiría el trono de Crocus antes de morir, y que tendría a los serafines por esclavos, y a pesar de lo ridícula que parecía tal afirmación teniendo en cuenta las circunstancias, Jellal nunca subestimó al Lobo.

Zeref era un soldado entre los soldados. Sus tropas lo veneraban, y harían cualquier cosa por él. Comía, bebía y respiraba batalla, y dónde más cómodo se sentía era en una tienda de campaña con mapas desparramados, discutiendo la estrategia junto a sus capitanes, o mejor aún, abalanzándose sobre los ángeles con los dientes ensangrentados.

– Insensato – había bramando en cierta ocasión el caudillo, furioso porque su hijo había sido asesinado y regresaba con un nuevo cuerpo – ¡Un general no necesita morir en el frente! – pero Zeref nunca había sido de los que permanecen en la retaguardia, a salvo, y enviaba a otros a morir. Él dirigía, y Jellal sabía de primera mano como su audacia se extendía por la pelea como un incendio fuera de control. Era lo que lo hacía grande.

Pero ahora, mientras las quimeras se aferraban al deshilachado final de su existencia, parecía haber interiorizado las palabras de su padre. Cuando las patrullas habían partido hacia Earthland, él se había quedado atrás —con clara resistencia e incluso a regañadientes, lo que trajo a la memoria de Jellal a los guardias que permanecían de servicio durante los festivales—. Era difícil perderselo. Había estado caminando arriba y abajo, como un lobo inquieto, hambriento, envidioso, y con el regreso de sus soldados volvió a la vida.

Les dió un apretón en el brazo, uno a uno, antes de detenerse frente frente a Mard Geer.

– Espero – dijo con una huraña sonrisa para indicar que no lo dudaba – que hayan provocado un terrible dolor.

Terrible dolor.

La evidencia de ello los cubría, en manchas y salpicaduras. Sangre: reseca y con un apagado color marrón oscuro, negra cuando aparecía acumulada en los pliegues de los guantes, los tacones de las botas y las pezuñas. Cada corte y ángulo de los cuchillos de Luna creciente de Jellal se encontraba manchado de sangre; estaba deseando limpiarlos. Mutilar a los muertos. Tal vez aquellas sonrisas cortadas que habían servido de mensaje al caudillo tanto tiempo atrás fueran algo digno de orgullo. Jellal solo sabía que se sentía sucio, y quería ir al río a bañarse. Incluso sus cuernos tenían una costra de sangre dónde habían empalado a un ángel que se abalanzó sobre él mientras lidiaba con otro. De hecho, la patrulla había inflingido un terrible dolor.

También había protegido a unos aldeanos caprinos de una batida enemiga y liberado a una caravana de esclavos, a los que había armado y dispersado para que anunciarán lo que estaba por venir. Pero Zeref no preguntó por eso. Escuchándolo, se diría que había olvidado la existencia de seres en el mundo que no fueran soldados —enemigos o no— o de cualquier otra cosa que no fuera matar.

– Cuéntenme – dijo, ansioso – Quiero saber que expresión tenían sus rostros. Quiero escuchar como gritaban.

Días d Sangre y Resplandor #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora