12. La palabra «marica»

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—¿Aquí ya no nos verán?

La segunda persona se giró, observando detrás de ambos para tener la respuesta. Las rocas donde habían estado sentados ahora quedaban a metros y metros atrás.

—Yo creo que ya estamos lo suficientemente lejos de cualquiera.

—Bien —tomó de los hombros a su acompañante e hizo que se echara en la arena, para luego sentarse sobre sus piernas y susurrar sobre su boca—: No me gusta la gente entrometida.

El que había quedado preso debajo sólo pudo balbucear, puesto que su boca fue capturada por aquellos labios gruesos que siempre pensó que eran lindos; sus manos sostuvieron al cuerpo sobre sí desde la cintura, mientras se dejaba consumir hasta el último aliento. Se preguntó si era posible que un ángel se alimentara de aquella manera: tomando el oxígeno de quienes besaba. Y, la verdad, no le importaba si la respuesta a aquella pregunta era un absurdo sí, pues comenzaba a creer que esa sería una buena manera de vivir.

—Me gustaría amarte lento —confesó al terminar el beso, sujetándose del rostro de la persona debajo de sí—, pero, si me lo permites, te consumiré rápido.

Éste no permitió que el otro le respondiera, ya fuese un «sí» o un estúpido «no», porque volvió a besarlo. Sus manos tomaban de manera necesitada las mejillas de aquel chico que había provocado en él una obsesión una vez en una borrachera; su entrepierna se sentía cálida, exigiendo un roce que su cadera comenzó a proporcionarle al mover su cuerpo en idas y venidas sobre las piernas de dicho chico; su pecho buscaba rozarse con el del otro, queriendo sentirlo más cerca. Por más que odió la idea, soltó su rostro para dirigirse a la orilla de la playera de la persona debajo de él, y tiró de las costuras hasta pasar su cabeza y deshacerse de ella al tirarla por la arena, no consiente de dónde quedaba. Sus huellas dactilares ahora cosquillearon al tentar el estómago del otro y dio una última mordida a su labio inferior para alejarse un poco y observarlo. Aquel parecía ido, adormecido por todo lo que hacía en él.

—Yoon —lo llamó y éste lo miró a duras penas—, podemos parar si no estás seguro.

Lo menos que quería Park Jimin, era asustar a alguien que parecía apenas haber descubierto que gustaba de él, un hombre. Si tenía que ir lento, lo intentaría.

Yoongi lo miró y se dio cuenta de que sus propias manos temblaban al sujetarse desde la cintura del otro. Era verdad que Jimin le gustaba, aunque no pudiese definir como tal aquel sentimiento. Sin embargo, le agradaba todo lo que éste le hacía cuando se sentaba sobre él y lo besaba de esa manera. Su cuerpo reaccionaba en aquella parte que siempre pensó que estaba dormida. Yoongi nunca se había masturbado, y no por no saber, sino porque su cuerpo nunca se lo había pedido. Aquella primera noche con Jimin, cuando se acercó por fin al ángel que sólo había observado de lejos, y éste lo había masturbado junto con él, fue la primera vez que había tenido un orgasmo. 

—No sé nada sobre esto. —Se obligó a hablar, no queriendo verlo de manera directa porque entonces toda su valentía se le esfumaría de las manos—. Pero si me enseñas, podré hacerlo.

La sonrisa no tardó en aparecer en el rostro de Jimin, aunque desapareció con rapidez para poder juntar sus bocas y besarse de nuevo con intensidad. 

—Lastimosamente no venimos preparados para algo magistral, así que...

Jimin dejó la idea en el aire, para luego escurrirse sobre Yoongi y quedar frente al bulto dentro sus pantaloncillos cortos. Jimin odiaba hacer orales, detestaba tener que hincarse, arrodillarse, meter en su boca una extensión de carne que rozaba y maltrataba su garganta mientras que el dueño de dicha extensión tiraba de su cabello y lo obligaba a ir en una velocidad que sólo a ese infeliz le agradaba. Odiaba la sensación asfixiante de sentirse humillado, sumiso. 

Una vez en una borrachera [YM]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora