Las consecuencias.

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Después del baño y la comida, la joven sacerdotisa terminó de acomodar su vestimenta ceremonial. Los últimos días habían sido por mucho de los más emocionantes de su vida. La llegada de la hechicera y el gaijin lo habían cambiado todo de la forma más inesperada y excitante posible.

Faltaban unos minutos para que el sol cayera por el horizonte, y ella no tenía mucho de haber despertado. Estaba acostumbrada a dormir durante el día y vivir durante la noche, apenas si recordaba cuando fue la última vez que había visto el sol en el cénit durante el mediodía, pero no le molestaba, porque el deber era primero.

A su edad, además de sus responsabilidades en aras de la protección de su pueblo, debía planear cosas más a largo plazo, y había una en particular que la inquietaba sobremanera: su linaje.

Era la última en la línea de hechiceras Amamiya Tsukuyomi. La ansiedad de pasar su estafeta y legado a una nueva generación era algo que le había quitado el sueño durante el último año, y al ser ya una jovencita casadera, pensó en seguir el consejo de Arashi de contratar una casamentera, o simplemente conseguir un consorte que la ayudara a continuar la línea sanguínea... pero ninguna era una opción realmente deseable.

El trono ostentado no era algo que hubiese solicitado en primer lugar. Lo amaba y protegía, pero tal vez le hubiera gustado hacer otras cosas antes de tomarlo junto con las restricciones que incluía. En aquella etapa de su vida, y en mitad de la crisis que enfrentaban, agradecía haber conocido otras partes del país y haber viajado incluso a otras naciones en su búsqueda de conocimientos, porque una vez tomado el rol de sacerdotisa, no podría salir de Tomoeda sino hasta que la crisis terminara... y sus predecesoras habían esperado toda su juventud para eso; a la última, de hecho, le costó la vida.

Había renunciado a una vida común, a tener amigas fuera de su guardia —aunque sería muy malagradecida si no reconociera que Arashi había sido como la hermana mayor que nunca tuvo—, a aprender algún oficio además de la hechicería, y a viajar, que era una de sus más grandes pasiones.

Y a pesar de que no tenía que hacerlo, había renunciado al amor, y a la posibilidad de establecerse en una familia normal.

Pensando en esto último, miró su mano izquierda con melancolía.

Una de sus capacidades natas era ver cosas que otras personas, otros hechiceros incluso, no eran capaces de ver. El Hilo Rojo del Destino era uno de esos objetos que podía percibir. Todos tenían uno, coincidente o no con alguien, vivo o muerto, en el mismo pueblo o en otro continente, pero estaba ahí para todos de una forma u otra. El de ella, como ocurría con una pequeñísima cantidad de gente, estaba cortado a sólo unos centímetros de su meñique y flotaba etéreo sin apuntar a ningún lugar.

Tener un hilo rojo del Destino seccionado no era malo por definición, incluso algunos podrían considerarlo como una buena noticia: significaba que no se estaba predestinado a nadie, y que básicamente cualquier persona en el globo podía formar la coincidencia con el afectado.

Ella hubiera deseado con todo el corazón crear ese vínculo con alguien específico, amarlo y formar una familia con él... pero una vez más, el apartado de las responsabilidades echaba por tierra esos intentos y se anteponía a ellos. Ella era la que estaba condenada a una vida de enclaustramiento, no condenaría a su ser amado a pasar por lo mismo, la responsabilidad era sólo de ella, y sólo ella la cargaría hasta el final.

Ese pensamiento se afirmó aún más cuando Sakura apareció en la villa: ella era el testimonio viviente de que su línea sanguínea tenía futuro, y uno brillante considerando el poder y el tipo de persona que era su descendiente lejana. Para que esa décimo sexta generación apareciera, Tomoyo tuvo que tener descendencia, aún si no era con la persona que amaba.

Gesta De La Hechicera y el Gaijin (2da ED)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora