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El coche arrancó. Dejé a minho tirado en el suelo, forcejeando con su primo. Él quería venir en mi busca, pero se lo impedían. Mejor así.

Los recuerdos me abrumaban y apenas me dejaban respirar. Era consciente de lo poco que valía mi vida si él no estaba a mi lado. Todo lo que para mí tenía significado llevaba su nombre. Ese nombre que retumbaba en mi cabeza con más intensidad que nunca.

Minho, minho, minho…

Le miré por última vez. Todavía tenía el sabor de su cuerpo en mis labios, el calor de su tacto en mi piel, el susurro de sus palabras en mi cuello… Y ahora veía cómo su figura se iba alejando. Me obligaban a apartarme de él sin darse cuenta de que con ello me obligaban también a morir. Pero eso es algo que no les debía de importar lo más mínimo, después de tantas veces como habían puesto mi vida en peligro.

Mi corazón se quedó allí, con él, mientras su imagen se borraba empañada por mis lágrimas.

CAP 1.
Seungmin.

Hay situaciones en la vida en las que no te das cuenta de cuándo sobrepasas la línea entre lo emocionante y lo realmente peligroso; y ese era exactamente el tipo de situación en el que yo me encontraba. Sentado en el último rincón de un apestoso y húmedo calabozo, esperaba que Enrico viniera a buscarme. El encuentro con un muchacho, una de las personas más desconcertantes y agresivas que había conocido jamás, me había arrastrado a ese repugnante lugar, la antípoda de los ambientes privilegiados en los que me solía mover.

Mis blancos pantalones de Armani habían pasado a ser grises, mi chaqueta Prada de cuero negro tenía un enorme rasguño en el codo. Y, para colmo de todos mis males, compartía celda con una especie de Yeti que no dejaba de mirarme. Cubierto de tatuajes y piercings, y con un palillo chuperreteado en la boca, el abominable hombre de las montañas parecía querer comerme. Casi podía verlo babear.

«Perfecto. Tu primera noche en Roma y la pasas en un calabozo. Pienso matar a ese capullo en cuanto salga de aquí», me dije.

Desde luego que lo iba a hacer.

De fondo, las voces de dos guardias se entremezclaban con la retransmisión de un partido de fútbol. Les llamé incontables veces, pero lo único que recibí por respuesta fueron quejidos y golpes secos contra la mesa. Sin duda estaban tan cansados de mí como yo de ellos y de aquel lugar.

Instintivamente sacudí mis pantalones, como si el color blanco pudiera volver a aparecer. Cuando caí en aquel charco ya fui consciente de que había tirado trescientos wones por la alcantarilla. Mis pensamientos sobre mi fondo de armario se interrumpieron cuando, de repente, mi compañero de celda se levantó para soltar un escupitajo bien cargado.

Me aferré a mi asiento en cuanto lo vi caminar hacia mí. Aquello no pintaba bien y, sin poder evitarlo, pensé en la situación que me había llevado hasta allí.

La gélida brisa de la noche me envolvió en cuanto abrí la puerta del balcón. A esas alturas del invierno, viena ya estaba toda nevada y el ambiente era húmedo y frío.

Las ramas de los árboles acariciaban mi pequeño balcón y dejaban que la nieve cayera espolvoreada cuando se mecían por alguna ráfaga de viento. El estanque del patio comenzaba a congelarse; pronto se utilizaría como pista de patinaje, aunque ese año yo no iba a estar allí para comprobarlo. Estaba a punto de irme.

El internado Saint Patrick ocupaba un antiguo castillo del siglo XVII y, arquitectónicamente, me maravillaba. Pero una cosa era admirar su arquitectura y otra muy distinta vivir allí. Eso lo odiaba. Ausencia total de chicas —ellas residían en el internado que había unos kilómetros colina abajo—. No podías desprenderte del maldito uniforme —si al menos hubiera sido bonito, no habría sido una condena llevarlo—. Y la disciplina era bastante férrea —todo estaba cronometrado, hasta la hora de ir al baño—. O aprendías a convivir con las normas de aquella institución o estabas perdido.

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