Capítulo 16

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Al llegar a casa vi a mi abuela sentada en el sofá. Tenía el té en la mesita y el televisor encendido, pero no le prestaba atención, sus ojos estaban fijos en uno de los antiguos álbumes de fotos encuadernados en tela y con las esquinas revestidas de metal dorado. Abstraída, pasaba sin prisa las páginas de color sepia y bordes quebrados donde iban colocadas las fotografías. Me acerqué a ella y le di un beso.

—Hola, abu.

—Hola, cariño.

Levantó la vista y me sonrió.

—¿Dónde están mis padres? —pregunté, al no verlos en esa planta.

—¡Ah, sí! Ray tenía una conferencia de arquitectura y tu madre ha decidido ir con él, así pasan un tiempo a solas.

—Bueno, me alegro.

Guardé para mí la decepción que suponía el que ni siquiera me hubiesen avisado, sobre todo habiendo desayunado con mamá.

—Ha surgido de improviso, creo que la invitación al evento se extravió y al no tener su confirmación lo llamaron, es por eso que se han marchado con tanta prisa, Lucía —explicó mi abuela, ¡cómo me conocía!

—No pasa nada, me quedo contigo, que además eres la Top cheff de la casa —dije en un tono más optimista.

—Gracias, pero nunca lo digas delante de tu madre o nos perseguirá con el rodillo de amasar —añadió entre risas y sujetó mi mano bajo la suya. Era una persona muy bondadosa y divertida que conservaba una mente jovial.

—Estaré en mi habitación, por si necesitas algo.

Mi abuela volvió a centrarse en el álbum. Antes de irme eché un vistazo sobre su hombro a la foto en blanco y negro que tan absorta tenía a Gladys. Parecía bastante antigua y en ella podía verse a varias personas de porte aristocrático, entre las que destacaba un niño de unos diez u once años. Posaba erguido y formal. Vestía pantalones hasta la rodilla con tirantes y camisa. Estaba segura de que había visto esa cara con anterioridad, recordaba dónde y cuándo: la noche anterior en casa de Bastian y Blair. El chico era igual a Murray, el amigo de Lombard y de la familia Burnett-MacAllister.

—Abuela, ese niño, ¿quién es? —pregunté, llena de curiosidad.

—¿Este pequeño? Si mal no recuerdo era un amigo de tu abuelo.

—¿Del abuelo? ¿No sería el abuelo amigo de su padre?

Un tenso silencio se instauró como una densa neblina entre nosotras. Las carcajadas provenientes del televisor enrarecieron todavía más el ambiente.

Mi abuela levantó la taza para dar un sorbo a su té y me miró.

—Por supuesto, querida, eso he dicho.

—Pero creía haber oído... No importa, habré escuchado mal.

Ella recorrió con sus dedos el deteriorado contorno de la fotografía.

—Se llamaba algo como Cray, Ray...

—¿Murray? —resolví de inmediato.

—¡Exacto!, Murray Lombard, ¿cómo lo has sabido?

Juntó sus cejas en un gesto interrogante.

—Se parece a alguien que conozco, eso es todo.

—Eso será, porque según lo que sé, él y su familia se marcharon a vivir fuera. Además, esta foto tiene más de ochenta años, Lucía.

«¿Ochenta años? Se habrá equivocado», pensé, pero no creí oportuno contradecirla. Se trataría de un simple error. Arrastré mis pies escaleras arriba, sentía mis pensamientos girar en un torbellino confuso. Al mirar con el rabillo del ojo, me pareció ver a mi abuela esbozar una sonrisa. Era imposible que fuese Murray, mas podría tratarse de su antepasado. De pronto, reparé en el apellido: Lombard, igual que Donovan. ¿Serían familia?, quizá su primo, o su hermano, aunque ese «detalle» no me había sido revelado en ningún momento. De ser así resultaría de lo más extraño si tenemos en cuenta la animadversión entre Bas y Don. Eso carecía de sentido. ¿Cómo un niño de diez años, cuyo amigo rivalizaba con su familiar, iba a desarrollar esa amistad si no fuese a través de Donovan? ¡Qué locura! Dejé que la lógica tomara el timón por un momento: lo más probable era que Murray guardara ciertas semejanzas con el chico de la instantánea y mi incorregible capacidad para la inventiva hubiera rellenado los huecos a conveniencia. Y ya puestos a recobrar la cordura, ¿cuántas personas podrían apellidarse Lombard en Escocia? Cientos, por no decir miles.

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