Capítulo 36

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Desperté con Hide a mi lado, Sara dormía a pierna suelta. Era su segundo día en la ciudad y, pese a las circunstancias, me alegraba de tenerla cerca. No quise alterar su sueño, así que me levanté con cautela y bajé las escaleras despacio.

Mi casa se asemejaba a un cuadro costumbrista, papá y mamá parecían figuras de cera. Uno estaba tras el periódico, otra delante del horno y mi abuela, esos días más hacendosa, tejía el extraño objeto sobre el cual no me atrevía a preguntar para no herir sus sentimientos.

Brannagh entraba por la puerta con una bolsita de rollitos de pistacho y canela recién horneados. Capté el aroma desde la entrada a la cocina.

Agradecí su comportamiento la noche anterior y que tomaran las dosis de plasma cargado lejos de nuestra invitada humana. Aproveché ese momento para vaciar dos inhaladores y practicar mi telequinesia, ya que de momento se manifestaba cuando perdía el control. Intenté atraer un envase con la mente. Después de dos intentos fallidos, que terminaron con un vaso hecho añicos en el suelo, conseguí mi objetivo y fui vitoreada por mis padres.

Sara apareció con Hide en brazos y emitió un sonoro bostezo, más parecido al rugido de un león. Así era ella, natural.

Miro los restos de cristal, a mis padres emocionados y a mí, que intentaba ocultar el recipiente.

—Buenos días, ¿qué hay de desayuno? Huele de lujo —preguntó, mientras desviaba la mirada hacia la bolsa que reposaba junto a la tetera.

***

Más tarde, mi padre se ofreció a llevarnos de ruta turística, tiempo que Bastian y los demás emplearían en preparar la escapada nocturna.

Recorrimos el Old Town, donde vivíamos, y enlazamos varios buses para ver los lugares más emblemáticos de la ciudad. Nuestra primera parada fue el castillo de Edimburgo, una edificación erigida sobre una roca de origen volcánico ubicada en el centro de la ciudad. Después estuvimos en el llamado Corazón de Midlothian, donde cuenta la leyenda popular que quien escupe está destinado a regresar. Algo asqueroso de lo que no nos privamos. A continuación comimos una típica patata asada, que nos recordaba a las ferias itinerantes que venían para las Fiestas del Pilar a Zaragoza.

Rememoramos una vez en la que Sara, María y yo subimos en el Revolution, una atracción infernal a la que juré no volver a montar. El trasto se quedó parado y nos dejó a varios metros de altura y bocabajo. Ellas rieron y se balancearon, pero yo pasé tanto miedo al ver mis lágrimas caer hasta el suelo desde el que nos miraban con horror otros asistentes a la feria, que prometí no volver a subir en mi vida. Recuerdo la canción que sonaba, el aroma a manzana caramelizada y algodón de azúcar, incluso la voz del hombre de la tómbola, que invitaba a participar, pero todo aquello quedaba en un segundo plano, mi respiración agitada y el crujido del metal al ponerse en marcha otra vez se impusieron.

En ese momento aquellos miedos parecían absurdos en comparación con los que debía afrontar. El vértigo era un temor del pasado. Pero reí al hablar de ello, es lo que hacemos en la mayoría de los casos al sacar a colación un evento pasado vergonzoso o incluso intimidante: reír. La memoria tiene esos mecanismos, convierte vivencias que nos hicieron sufrir o llorar en anécdotas con las que estallar en carcajadas.

Pusimos el broche con un paseo por el Princess Garden, donde Sara hizo un centenar de fotos con su cámara réflex digital. Edimburgo se presta a ser capturada por el objetivo, mires donde mires hay cosas hermosas que deseas atesorar en una imagen.

***

Al entrar en casa, daba la sensación de que mis amigos no hubiesen movido un músculo de las posiciones en las que los dejamos, pero sobre la mesa del salón aún estaba desplegado un mapa de los alrededores de Edimburgo. Enseguida lo recogí y subimos a mi habitación.

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