Capítulo 19

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Era sábado y había descansado unas doce horas. No escuchaba voces, lo más probable es que mi familia se hubiera marchado, dado que tampoco captaba ningún olor intenso proveniente de la cocina. Me levanté con una vitalidad no experimentada durante los últimos días y lavé mis dientes en el lavabo. Agradecí la revisión de tuberías que había hecho mi padre, el terrible sabor terroso era cosa del pasado. La quemadura apenas resultaba visible en el dedo ni molestaba.

Recogí el cabello en una coleta y saqué del armario mi vaquero desgastado y un jersey.

Recibí un mensaje:

Blair: Problemas con tu vestido. Intentarán solucionarlo. Busca una prenda vintage para llevar a la fiesta, por si acaso. Sorry. Besitos💋.

Siendo sincera nunca me había sentido tal aliviada.

Con la tarea de encontrar algo para la fiesta de Isabella me encaminé a la buhardilla, donde la abuela atesoraba baúles repletos de ropa antigua. Todavía no había subido desde mi llegada. Tiré de la cuerda que colgaba en el techo del pasillo e hice bajar las escaleras replegadas que llevaban a ella. Mis abuelos compraron en su momento las dos últimas plantas y la buhardilla del edificio de Victoria Street para crear un dúplex en pleno centro de Edimburgo. La primera planta del bloque pertenecía a la señora Di Angelo, a la que veía ir y venir en época estival. Ella llevaba la contraria al resto del mundo y lo ocupaba de junio a agosto, meses en los que se refugiaba del calor de la Toscana italiana donde residía el resto del año. Tenía una pequeña y graciosa gata llamada Hide, que me encantaba por su pelaje de manchas blancas, negras y naranjas. La última vez que la vi fue unos dos años atrás. Paseaba por la calle, era una minina bastante independiente que se movía a su antojo y miraba todo con la curiosidad de un niño reflejada en sus brillantes ojos verdes. Pasó por mi lado y la acaricié. Lo recordaba a la perfección porque eso ocurrió la misma tarde que el abuelo Jeremiah me regaló la llave que guardaba en mi joyero. 

No me había permitido pensar demasiado en él desde la mudanza, resultaba doloroso y, por desgracia, su pérdida no tenía solución; nada nos lo devolvería. Su muerte me había marcado de por vida, lo sabía y ese era el motivo de no querer ahondar en ello. Era una cobarde, solo entonces lo reconocí. Dejé que los recuerdos volvieran, que el sonido de su voz, su risa y sus cuentos atravesaran el muro que yo misma había erigido para eludir el dolor. La casa jamás sería la misma sin sus historias y complicidad. Él siempre decía que no debíamos aferrarnos al pasado, pero sí dejar que este fluyese por nosotros para recordarnos quiénes habíamos sido y ayudarnos a decidir quiénes queríamos llegar a ser. Las lágrimas anegaban mis ojos sin remisión, así que decidí dar rienda suelta a mis sentimientos, hasta entonces lapidados. Me alegré de que la abuela no anduviera cerca, hubiera detestado ser la causante de su desmoronamiento.

En cuanto me calmé, subí los escalones. Al llegar arriba tiré de la cadena que colgaba del techo en el que destacaban una gruesas vigas de madera. La débil luz oscilante que escupía perfiló toda clase de artículos: una vieja pelota, una silla rota, incluso un caballo de juguete que usaba de niña. El bamboleo de la bombilla proyectaba sombras danzantes que le conferían a todos los objetos un aspecto sobrenatural. Desperdigados por la habitación había varios baúles repletos de prendas de todas las tallas y colores y algunos muebles cubiertos por sábanas, amarilleadas debido al paso del tiempo. Me acerqué a uno y retiré el cobertor, que reveló un secreter de madera rojiza con varios departamentos. En uno de ellos vi una cerradura. Tiré con suavidad de la tabla, no había nada que me intrigase más que un «Prohibido el paso» o una puerta sin llave, pero ¿quién decía que no tuviese una?

La bombilla giraba ya más despacio, destinada a pender finalmente inerte del techo al que pertenecía. La llave que mi abuelo me había entregado volvió a ocupar mis pensamientos. «¿Y si...?». Bajé la escalera, volví a mi habitación casi a la carrera y rebusqué en el joyero hasta dar con el extraño obsequio. Regresé junto al mueble de la buhardilla, miré el regalo de mi abuelo y le di vueltas durante unos instantes entre mis dedos. Pensaba en lo absurdo que sería que esa justo fuese la pieza que encajaba en la cerradura, pero ¿y si por una extraña razón lo hacía? El utilizarla sería en cierto modo una violación de la intimidad. La tentación venció a las dudas, introduje la parte dentada y la hice girar. Un clic reveló que era la correcta. Dentro había un cofre de madera, si cabe más antiguo que el propio mueble y del tamaño aproximado de una caja de zapatos. Tenía varios ornamentos celtas en bronce, que habían perdido su lustre mucho tiempo atrás. Coloqué el cofre sobre el estante y saqué de su interior una bolsita de piel que protegía un sencillo pero hermoso medallón. Tenía las iniciales L y C entrelazadas en el centro y lo que supuse que era un granate o un rubí entre ambas letras. En el reverso vi de nuevo la frase en gaélico, Tha gaol agam ort.

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