Capítulo 3

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Abrí los ojos en cuanto sonó la alarma del móvil. Había dormido del tirón y estaba lo suficientemente descansada para enfrentarme a la humillación social.

Lavé mi cara y recogí el pelo en una coleta alta. Después perfilé los ojos con delineador, apliqué máscara de pestañas y utilicé cacao en mis labios como cada día. Llegó la hora de vestir el uniforme: camisa blanca, falda plisada negra y blazer con el escudo cosido en el lado izquierdo. Animé la solapa derecha de la chaqueta con un pin de L de Death note. Relegué la caja con los brillantes y rígidos mocasines nuevos al fondo del armario, no era cuestión de hacerme rozaduras el primer maldito día. Ojalá atravesaran la madera y acabaran en Narnia, no tenía intención de llevarlos jamás, para qué mentir. En su lugar me calcé mis botas de estilo militar. Mi madre llamó a la puerta, dio los buenos días y me ayudó con el nudo de la corbata de franjas blancas y negras diagonales. Sabía que no iba a llevar la mochila opcional con el emblema de la escuela, por lo que ni se le ocurrió comprarla. Agarré mi desgastada bolsa de tela llena de parches, cada uno con su anécdota y recuerdo. Llevaba prendidos también un pin del Andén 9 y ¾ y el sinsajo de Los Juegos del hambre junto a varias chapas de algunos de mis solistas y grupos de música favoritos de todos los tiempos, entre ellos Nightwish, Miley Cyrus y The Pretty Reckless.

Me cepillé los dientes con una inquietante agua de sabor terroso que salía del lavabo de mi aseo y bajé las escaleras.

—Buenos días. O eso espero. Creo que me lavé la boca con tierra. Deberías comprobar las tuberías —sugerí a mi padre, mientras pescaba un bollito del plato que había en la mesa del comedor.

A él, absorto en la lectura matinal (lo mismo le daba El Heraldo de Aragón que el The Scotsman, la cuestión era disimular sus bostezos tras algo), le costó prestarme atención. Finalmente apareció tras las páginas, escrutó mi aspecto y me regaló una extraña sonrisa. Luego volvió a elevar el periódico sin mencionar palabra alguna.

—¿Qué es lo que te parece tan gracioso? —refunfuñé.

—Pareces toda una señorita. Eso es todo —contestó sin ni siquiera volver a mirarme.

El comentario me hizo soltar un suspiro cargado de frustración. ¿Una señorita? Bebí una taza de té y me despedí con un beso de mi abuela, que tejía frente al televisor

Mi madre recolocó mi corbata e introdujo una bolsa de papel con comida en la tote bag.

—Podría acompañarte. Sería divertido.

—Sobre todo para quienes me viesen llegar el primer día escoltada.

—¿Siguen siendo tan crueles los adolescentes?

—Más bien gilipollas. —Mi padre carraspeó de forma sonora mostrando su desaprobación ante mi comentario, pero también escuché la risilla involuntaria que se le escapó—. Idiotas. Solo algunos.

—Muy bien, otro día entonces. —Mamá acarició mi cara como si fuera a la mismísima guerra y salí disparada. Quería llegar temprano para esconderme en algún lugar estratégico, observar a los estudiantes, tantear el terreno e intentar descubrir a cuáles debería procurar acercarme y a quiénes eludir.

***

Allí me encontraba, oculta en el claustro de mi nuevo instituto, y lo único que sentía en ese momento era ¡un hambre atroz! Mis tripas rugían, con las prisas apenas había desayunado. Recordé la bolsa con el almuerzo que llevaba, así que rebusqué en mi mochila hasta que la encontré y saqué el bocadillo de setas con cebolla caramelizada, dátiles y berenjena, un verdadero manjar. Entre las conversaciones triviales, el desfile de uniformes y los coches de lujo que estacionaban, algo llamó mi atención y consiguió que olvidara todo lo que me rodeaba, incluso el bocata, que dejé caer al suelo.

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