Capítulo 29

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Llegamos a la mansión Burnett-MacAllister en tiempo récord. En cuanto el doble portón comenzó a abrirse entramos a toda prisa y atravesamos el enorme jardín hasta el porche de entrada. Una vez allí escurrimos las mangas del uniforme y agitamos nuestras cabezas para desprendernos de la mayor cantidad de agua posible. Nos acercamos el uno al otro y estallamos en carcajadas al vernos completamente empapados. Pese a que llevábamos las chaquetas, nuestras blancas camisas se pegaban a la piel y resultaban reveladoras en algunos puntos. Sus pectorales se adivinaban a través de la tela y veía su pecho moverse con cada respiración. Puso una mano en mi espalda, bajo la ropa noté su tacto helado, que me provocó un estremecimiento. Enterré mis dedos en su cabello cobrizo, oscurecido y apelmazado por la lluvia, y le miré a los ojos, esos que si te detenías a inspeccionar eran de un color similar al ámbar con briznas verdes esparcidas sobre el iris y una profundidad que te hacía pensar que podías perderte en ellos. Sus labios se acercaron y, al contrario que las manos, los noté cálidos al rozar los míos. Rodeé sus hombros y me puse de puntillas para no separar nuestras bocas. Sin girar la cabeza, abrió la puerta de un solo movimiento y entramos. Mis brazos le asieron con más fuerza y él respondió con la misma intensidad. Pasamos el imponente recibidor y subimos las escaleras a trancas y barrancas, jadeantes, mientras nuestros besos se volvían más tórridos. En un abrir y cerrar de ojos llegamos a su habitación. Abrió la puerta con brusquedad y caímos en la cama, primero yo sobre él, después rodamos hasta cambiar las tornas y mis muslos rodearon la cadera de Bas. Paramos unos instantes para mirarnos, presos de la excitación. A continuación nos fundimos en un dulce y sensual beso. No pensaba, solo sentía, lo sentía a él y deseaba más. Retiró unos mechones de mi cara e hice lo mismo. Volví a besarlo y dejé a un lado las inhibiciones: desabroché unos cuantos botones de mi camisa y descubrí el sencillo sujetador que llevaba. Mi corazón latía histérico y tragué saliva. Bastian siguió mi ejemplo, pero fue un paso más allá: se quitó su prenda y la arrojó a un lado. Lo observé asombrada y paseé mis palmas por la piel de su pecho, humedecida por el chaparrón que nos había acompañado. Tomé aire y me dispuse a desabrochar mi sostén de apertura delantera, pero Bastian sujetó mis manos y cerró los párpados con fuerza. Al volver a abrirlos, el control había desplazado al deseo. Cerró con delicadeza mi camisa y se incorporó.

—Tenemos que parar —dijo sofocado mientras ponía distancia entre nosotros—. Tu cuerpo está en proceso de cambio y no quiero que confundas sensaciones.

—¡¿Perdona?! Eso ha sonado paternalista. Soy mayorcita, ¿no crees?

Me revolví incómoda y enfadada por su reacción.

Esbozó una sonrisa traviesa y se colocó de nuevo frente a mí, sentada ya en el borde del colchón. Alzó mi barbilla y se inclinó para darme uno de esos besos lentos y profundos que roban el aliento. Sus labios succionaron los míos y mordisqueó con suavidad el inferior mientras ahogaba un gruñido. Después trazó la curva de mi mandíbula con su lengua y finalmente se entretuvo con el lóbulo de mi oreja izquierda antes de susurrarme con voz rasposa:

—¿Mayorcita? —Acarició mis muslos ahí donde el pliegue de la falda se había subido—. Quizá, pero el uniforme te sienta de lujo.

—Serás...

Resoplé con impotencia y le lancé un cojín. Él río, pero no me pasó desapercibida la protuberancia en su pantalón.

Notaba mi entrepierna húmeda y las mejillas enrojecidas.

—Te gustaría decir que soy un idiota, pero sabes que no es verdad. —Me guiñó un ojo y se metió en el baño anexo a su habitación. Cuando salió lo hizo frotando el pelo con una toalla. Lanzó otra y me sorprendí al interceptarla sin esfuerzo. Capacidades mejoradas, gente—. Sécate, ¿no querrás resfriarte?

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