Capítulo 37

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Cinco siluetas desdibujadas en la bruma, que de pronto había cubierto la explanada frente a la granja, comenzaron a avanzar hacia nosotros. Eran semejantes a las del sueño de días atrás: cuatro hombres y una mujer.

Les rodeaba un aura de poder perceptible. El de tez oscura y complexión más imponente se adelantó y esbozó una perversa sonrisa. Gruesas rastas le caían por la espalda, decoradas por brillantes púas que parecían de diamante, lo que evidenciaba una falta de interés por dialogar. Los cinco vestían atemporales, con ropas que no llamaban la atención, pero portaban las capas que ya había visionado en el sueño, en colores claros con un triángulo cuyo ojo central derramaba sangre.

—Veo que habéis osado aparecer, me alegro.

—Saludos, Ares, venimos en son de paz. Lo único que buscamos es llegar a un entendimiento —replicó Bas con las manos abiertas—, solicitamos que liberéis a los humanos y regreséis por donde habéis venido. Sabéis que los nuestros están regidos por unas leyes, así que no entiendo el motivo de tanta sangre vertida —concluyó.

Tras unos interminables momentos de silencio, solo quebrado por el ulular del viento y el sonido de la oxidada veleta que coronaba el tejado de la granja, aquel al que llamaban Ares habló:

—Habéis cumplido, eso os lo concedo. Nosotros también. —Señaló a la vieja edificación, cuyas puertas fueron abiertas por algunos sicarios con los rostros cubiertos. Dentro estaban retenidos el señor Baillie y los demás. No mostraban mal aspecto, pero permanecían maniatados. Hizo un movimiento de cabeza y sus peones los liberaron, aunque ninguno de ellos se levantó. Declan fue a su encuentro y comenzó a examinarlos, al tiempo que los matones de nuestros enemigos se batían en retirada—. Resulta patético vuestro intento de pasar por humanos, sois monstruos y siempre lo seréis. —Soltó una risotada que convertía en cuchillas sus horribles palabras.

—No pienso intentar cambiar tu modo de ver las cosas a estas alturas, pero causáis más destrucción en un día que una legión de los nuestros en años. Además, ¿qué nos diferencia? —Blair se adelantó un paso—. Nunca he entendido esa aversión que sentís. Vosotros, inmortales, cuya debilidad compartimos y cuyos aliados pertenecen a nuestra especie.

—Vaya, vaya, una purasangre en defensa de un simple renacido, ¡cómo cambian las cosas!, ¿no creéis? Al menos a vosotros os respetaba y procuraba daros una muerte rápida, ya que erais fieles a vuestra naturaleza, pero que oses siquiera compararme con tu aberrante especie es una blasfemia. Nuestro cometido en la tierra es subyugaros. —La crueldad impregnaba cada palabra. Los otros cuatro sonrieron—. Somos los elegidos, por ello debemos estar en igualdad de condiciones, ¿no pensaríais que El Supremo iba a mandar a su ejército a luchar contra bestias con las manos vacías? Por supuesto que usamos a los vampiros, ese es el destino que os aguarda: servirnos o morir. —La locura ardía en su mirada y en el tono en el que pronunciaba aquella retahíla, seguramente repetida millones de veces.

—¡Los únicos monstruos que hay sois vosotros! Dudo que ningún Dios mande exterminar a sus creaciones —grité exaltada.

—¿Sus creaciones? —Profirió una carcajada desdeñosa—. Bastardos de la naturaleza. Os habéis posicionado bien en los últimos siglos gracias a esos ardides que poseéis, pero no sois merecedores del poder que ostentáis. Un poder reservado para nosotros.

—Espero que os deis cuenta de que os hacéis llamar Hijos de Abel pese a que vuestros nombres pertenecen a dioses griegos. Tantos siglos para estudiar y mezcláis las creencias religiosas, ¿no creéis que eso os resta razón? —Chasqueé la lengua. No era el momento más adecuado para hacer un simposio sobre cultura antigua, pero mi boca dejaba escapar las palabras sin dar tiempo a la reflexión.

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